Estaba sentada junto a su padre en el huerto, era un día soleado de grandes nubes blancas, de esas que semejan barcos a los que quieres subir para ir navegando hacia una fantasía nunca antes inventada. Los dos llevaban grandes sombreros de paja y una gran felicidad en la cara. Ella, que tenía cinco años y se llamaba Candela, se incorporaba para darle las yemas de las ramas a su padre, mientras él cortaba las finas cortezas de los árboles.
Al observar el milagro del injerto pensó la niña: ¿seré capaz yo de lograr vida en otro cuerpo? La ansiedad se apoderó de Candela, una ansiedad que la acompañaría para el resto de su vida y que se manifestaría con unas cuantas pecas en forma de heridas.
Estaba deseando llegar a casa para introducir un trozo de su piel a la vaca. Y así lo hizo, pero lo único que consiguió fue crearse una cicatriz en la espalda. No aprendiendo de la experiencia y a la edad de ocho años, Candela no pudo soportar el enfado de su hermana menor porque no lograba hacer sonar la guitarra como lo hacía ella. Así que una noche mientras todos dormían, la hermana se despertó con un gran dolor, y es que, Candela, le arrancó una uña de la mano, para poner la suya en su interior. La madre preocupada le dijo a Candela que esa no era la forma de arreglar los problemas: "No puedes arrancarte algo que vive en ti para dárselo a otro, entiendes Candela, es imposible, porque deja de existir"
Claro está que Candela quiso estudiar medicina para poder contradecir a su madre. No le fue difícil ser cirujana. Pero un día mientras la felicidad de Candela era máxima entre los bisturís y las tijeras Nelson, recibió la noticia de que su padre había muerto. Una nueva peca afloró por su nariz, cuando esta vez, la sorprendieron metiendo una yema de naranjo en el cuello de su padre cuando estaban en pleno duelo. No contenta con ello, junto antes del entierro, en un descuido, le introdujo otra yema de limonero.
La cuarta peca le asomó cuando se enamoró, pero Candela no podía comprenderlo, mientras sus piernas se abrían para otra clase de injerto.
En el parto Candela pidió un espejo, todos sorprendidos se volvieron y le dijeron: ¿No será mejor algo para el dolor, Entonox por ejemplo? Pero ella dijo; “No, tan solo quiero un espejo” ¡Qué contenta se puso cuando vio nacer su quinta peca! Lo que no entendía, era, por qué le habían puesto aquel bebé en el pecho… pero después lo fue queriendo.
Con los pasos de los años, se enteró que existió un gran revuelo en la ciudad, porque en el cementerio habían crecido unos limoneros y unos naranjos que no lograban eliminar. Los cortaron y los quemaron, pero a los cinco días renacían con más fuerza, así que, decidieron construir un parque infantil en pleno centro, y se convirtió en un lugar de encuentro donde se daban cita generaciones de familias, aunque algunas llevaban años muertas. Para Candela, fue emotivo ver a su hija jugando al escondite en la tumba de la tía Enriqueta, porque ni ella misma lograba recordar su existencia.
La última peca, la más caprichosa, se paseó desde su nariz a su boca, para apurar tocar los labios de su hija, cuando le dio el último adiós con un beso. Antes de morir, le hizo prometer a su hija, que le arrancara la piel de la cara y que la utilizará para pintar un lienzo.
Cada pincelada dibujaba seis palabras, que contrapuestas semejaban una cara girada a unas blancas nubes, que ya habían sido observadas en la infancia. El cuadro creó un enorme estupor en el mundo entero, y creo que ahora, está expuesto en el MOCA, en honor a la peca de su boca.
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