CAPÍTULO I: HABBO
"Rosana nació valenciana para convertirse después en africana" así nació una frase popular en el pueblo de Rosana, Morella. También se decían otras cosas, "Rosana, esa niña malcriada por la pompa de la costurera ciega". Pero nadie en el pueblo sabía la verdadera historia de esa niña de ojos de cristal y alma de cigarral.
Al principio la gente del pueblo saludaba a Gema, una costurera ciega, y una pompa gigante que estaba en la puerta de su taller de costura. Después, la costurera fue pasando a un segundo plano, y la pompa ganó su propio escenario. La pompa tenía forma de niña haciendo alguna una travesura. Le pusieron como nombre Habbo.
Emanaba de los labios de una muñeca de metal, que no dejaba de ser un aparato para hacer burbujas. Este aparato solo logró hacer una burbuja: Habbo.
Habbo no se podía romper, mil veces lo intentaron, y el resultado solía ser el mismo, brazos escayolados y labios desgastados. Era curioso ver, cómo el viento hacía cambiar el gesto de Habbo. Según fuese éste, así despertaría Morella. Si Habbo sonreía, todo era alegría, si Habbo lloraba incluso en verano nevaba. Todavía Gema se estremece, cuando relata la historia de Habbo.
Habbo no se podía romper, mil veces lo intentaron, y el resultado solía ser el mismo, brazos escayolados y labios desgastados. Era curioso ver, cómo el viento hacía cambiar el gesto de Habbo. Según fuese éste, así despertaría Morella. Si Habbo sonreía, todo era alegría, si Habbo lloraba incluso en verano nevaba. Todavía Gema se estremece, cuando relata la historia de Habbo.
CAPÍTULO II: ROSANA
Un día de gris invierno, Gema, como de costumbre abrió a las seis de la tarde el taller. Estaba cansada porque había trabajado toda la noche en un disfraz muy especial, el cual, tenía que semejar la esencia del mar. Le quedó precioso.
El encargo del disfraz fue llevado a cabo por un padre asturiano, para demostrarle a su hija cuánto la quería. Fue rotundo en su pedido: " ¡Quiero para mi hija el mejor disfraz del mundo! Quiero que sienta la marea en su piel. Mi hija no puede tocar el mar, por un problema que tuvo en su gestar, exclamó el padre.
Las aguas que rodearon a su hija, Rosana, antes de nacer, eran aguas del mar de la antigua Babilonia. El descubrimiento lo hizo el Doctor Nisin, pues sin querer, se chupó un dedo después de intervenir a Julia, la madre de Rosana, que ya estaba preñada, he hipnotizado vino a quedar el Doctor, al recordar el mar de su infancia.
Rápidamente se lo comentó a los padres: "Su hija está inmersa en un líquido que nunca nadie antes ha conocido. Habrá que guardar mucha cautela, durante todo el periodo de gestación."
Así lo hicieron, padres y médicos durante todo el embarazo. Y fue muy divertido para Rosana su etapa de engendro, porque de vez en cuando, veía luces y dedos asomar, a los que ella intentaba morder o agarrar, pues era muy aburrido siempre estar en el mismo sitio. Incluso cuando le hacían esas ecografías tan raras, ella se erguía para recibir un masaje de cabeza o espalda.
En esta etapa, solía escuchar las conversaciones del exterior, las cuales le resultaban muy curiosas. Por ejemplo, se enteró que la tía Filipa, la hermana de Julia, se había comido un pato gigante, para demostrarle a su marido que todavía podía ser gestante. Pues Julia se lo pedía a Filipa a escondidas, porque no quería ver crecer a su hija Rosana sola y deprimida. Y así fue como se engendró Marieta, que nació con una bonita cara de marioneta, aunque lloraba como un asno en el Hospital de San Gerardo.
Julia tenía una gran voz, y a Rosana le encantaba cuando cantaba. Madre e hija habían llegado al acuerdo de que si Rosana le daba tres patadas, Julia le cantaba una nana (Nanas de la cebolla). La canción que más le gustaba a Rosana era, EL HIMNO DE UGARIT. La madre se la cantaba todos los días cambiando la letra, y Rosana la bailaba dando vueltas, y el cordón hacía de pareja.
Supo cuál fue su primer regalo, cuando un día del octavo mes de embarazo, su padre llegó a casa, y llamó a la madre formando una gran alharaca. El regalo fue un libro de Pablo Ruiz Picasso. Se lo regaló para que aprendiera la diferencia entre "ver y sentir", "dar y sostener", "recibir y resurgir", por lo menos, eso es lo que Rosana escuchó, aunque a veces se quedaba con la duda, si no se equivocó en la escucha, y lo que quería decir verdaderamente su padre, era que aprendiera a "rugir", necesario también para vivir. Lo dijo o no, ella lo aprendió, por si acaso, pues lo intuía viendo los cuadros prohibidos de Picasso a la edad de siete años. Aunque pensándolo bien, también con esta edad de gestación rugía, cuando su madre, sin motivo aparente, de madrugada se ponía a limpiar la cocina. Rosana se enfadaba, de tanto sube y baja, por lo que le mordía como una alimaña sus entrañas, y así, su madre paraba y descansaba. Después la curaba con pequeñitos besos de ermitaña, donde la madre le respondía con arrumacos en la barriga.
Después vinieron muchos más regalos, y con gran alegría los padres los abrían, y ella en el vientre, también contenta se ponía. Rosana estaba deseosa de nacer, no tenía miedo, pues todo era júbilo y placer. ¡Cómo imaginar después la dura realidad! cuando aprendió lo que era llorar, por no poder tocar el mar, y algunas cosas más. También recordaba, con cara incrédula de pobre ignorante, esas ganas de nacer, cuando a los diez años de edad, en su entorno se creó un ambiente burgués de rutinarias costumbres, donde ya no habían princesas, solo chicas traviesas, y donde todo estaba dicho. Los regalos dejaron paso a los embarazosos abrazos, de amigos y familiares para salir del paso. Pero Rosana fue feliz, hasta cuando era víctima fortuita de un desencanto o pisaba un charco.
¡Cuántos placeres imaginados durante meses, iba a tener Rosana al nacer! ¡las "puertas del cielo" se le abrirían de una vez! Pero lo único que se abrió fue el suelo, pélvico, eso sí, pero al fin y al cabo, suelo, y su mentón. Al ser una chica lista, comprendió que estas "puertas del cielo" lejos deberían quedar, y que enseguida se debía de adaptar. ¿Cómo sería la gente? Se imaginaba a todos los del pueblo, paseando con grandes bolsas amnióticas, donde el cordón de cada una, les unía al cielo, pues esa era el único alimento que para ella existía. Paseaban por estrechos túneles oscuros y amarillentos, en los que, a veces, habían trenes en movimiento en el otro extremo, pero siempre se quedaban a medio trayecto.
El día del parto, el viejo Doctor Nisin, mostraba un estado de nerviosismo mucho mayor que el del padre, pues había ideado un plan para quedarse con esas aguas que un día bañaron su Corán. Para ello compró un gran recipiente y un embudo, a los que tuvo que decorar para que pareciesen un aparato quirúrgico. La sala del hospital era de un verde luminoso, con grandes palmeras dibujadas en el fondo. A los lados de la cama que ocupaba Julia, habían dos jóvenes enfermeras inexpertas, pues el Doctor no quería dejar huellas de su azarosa empresa. Presto, el Doctor Nisin le colocó a Julia el aparato como pudo, aprovechando un descuido. Inmediatamente le rompió el saco, y las aguas brotaron torna azules, formando un manantial de ricos olores, que los trasladó a una época de antiguas lenguas y ancestrales paisajes.
Viendo Rosana que nadie se acercaba sobre la una de la tarde, decidió nacer, y lo vino a hacer de pie, y no fue un castigo de Dios, como dice la canción, sino más bien una bendición. Puso un pie y después el otro, se empujó con ayuda del cordón y pronto el culo asomó. Allí todos estaban aturdidos, con gestos muy socorridos para la ocasión. Rosana, como trepando a través de un ciclón, decidió soltarse definitivamente del cordón, y de cuajo se lo arrancó. Al caer se golpeó el mentón, pero tuvo suerte porque cayó en el recipiente. Así, que Rosana, quedó esperando, nadando en las aguas de esa mar que todavía no sabía nombrar, al sonido de la música que improvisaban las enfermeras en su letargo a bailar Anwar Abu Dragh.
A las doce de la noche terminó el encantamiento, y cuando todos despertaron se encontraron a Rosana nadando. No necesitó a nadie para nacer, pues su alumbramiento ya estaba escrito en el Antiguo Testamento. Adorable niña de preciosa piel color miel, ojos de león y piernas de gacela corriendo al viento. Adorable niña en su mirar, pues ya sabía caminar por aguas acariciadas por el Jordán.
Supo cuál fue su primer regalo, cuando un día del octavo mes de embarazo, su padre llegó a casa, y llamó a la madre formando una gran alharaca. El regalo fue un libro de Pablo Ruiz Picasso. Se lo regaló para que aprendiera la diferencia entre "ver y sentir", "dar y sostener", "recibir y resurgir", por lo menos, eso es lo que Rosana escuchó, aunque a veces se quedaba con la duda, si no se equivocó en la escucha, y lo que quería decir verdaderamente su padre, era que aprendiera a "rugir", necesario también para vivir. Lo dijo o no, ella lo aprendió, por si acaso, pues lo intuía viendo los cuadros prohibidos de Picasso a la edad de siete años. Aunque pensándolo bien, también con esta edad de gestación rugía, cuando su madre, sin motivo aparente, de madrugada se ponía a limpiar la cocina. Rosana se enfadaba, de tanto sube y baja, por lo que le mordía como una alimaña sus entrañas, y así, su madre paraba y descansaba. Después la curaba con pequeñitos besos de ermitaña, donde la madre le respondía con arrumacos en la barriga.
Después vinieron muchos más regalos, y con gran alegría los padres los abrían, y ella en el vientre, también contenta se ponía. Rosana estaba deseosa de nacer, no tenía miedo, pues todo era júbilo y placer. ¡Cómo imaginar después la dura realidad! cuando aprendió lo que era llorar, por no poder tocar el mar, y algunas cosas más. También recordaba, con cara incrédula de pobre ignorante, esas ganas de nacer, cuando a los diez años de edad, en su entorno se creó un ambiente burgués de rutinarias costumbres, donde ya no habían princesas, solo chicas traviesas, y donde todo estaba dicho. Los regalos dejaron paso a los embarazosos abrazos, de amigos y familiares para salir del paso. Pero Rosana fue feliz, hasta cuando era víctima fortuita de un desencanto o pisaba un charco.
CAPÍTULO III: EL PARTO
¡Cuántos placeres imaginados durante meses, iba a tener Rosana al nacer! ¡las "puertas del cielo" se le abrirían de una vez! Pero lo único que se abrió fue el suelo, pélvico, eso sí, pero al fin y al cabo, suelo, y su mentón. Al ser una chica lista, comprendió que estas "puertas del cielo" lejos deberían quedar, y que enseguida se debía de adaptar. ¿Cómo sería la gente? Se imaginaba a todos los del pueblo, paseando con grandes bolsas amnióticas, donde el cordón de cada una, les unía al cielo, pues esa era el único alimento que para ella existía. Paseaban por estrechos túneles oscuros y amarillentos, en los que, a veces, habían trenes en movimiento en el otro extremo, pero siempre se quedaban a medio trayecto.
El día del parto, el viejo Doctor Nisin, mostraba un estado de nerviosismo mucho mayor que el del padre, pues había ideado un plan para quedarse con esas aguas que un día bañaron su Corán. Para ello compró un gran recipiente y un embudo, a los que tuvo que decorar para que pareciesen un aparato quirúrgico. La sala del hospital era de un verde luminoso, con grandes palmeras dibujadas en el fondo. A los lados de la cama que ocupaba Julia, habían dos jóvenes enfermeras inexpertas, pues el Doctor no quería dejar huellas de su azarosa empresa. Presto, el Doctor Nisin le colocó a Julia el aparato como pudo, aprovechando un descuido. Inmediatamente le rompió el saco, y las aguas brotaron torna azules, formando un manantial de ricos olores, que los trasladó a una época de antiguas lenguas y ancestrales paisajes.
Todos los que estaban en la sala cayeron en un delirio, que les perduraría en sus vidas cada dieciocho de diciembre, el día del natalicio. Se imaginaban paseando por los frondosos árboles de los Jardines Colgantes de Babilonia, o bañándose o amándose a las orillas del río Éufrates. Abundantes sensaciones de lujuriosas amapolas brotando de sus rasgadas ropas, en un intento de locura para convertirse por un día en fuertes helechos de carne y sollozo en su despertar. A todo esto, Rosana esperando en la puerta de atrás.
Al estar la ventana abierta, el olor se fue propagando por todo el lugar, y en su lento conquistar, Morella se dejó llevar. Mujeres y hombres bailaron hasta el amanecer canciones populares del Medio Oriente, desconocidas en su totalidad por estas gentes. El cura con el monaguillo, el juez con una secretaria novel, la pescadera abrazada a la carnicera, y así, un largo etcétera, convirtiéndose este día en fiesta. El olor llegó hasta Murcia, donde idearon crear un día de tres culturas para aprovechar la coyuntura de tanto baile y divertimiento, pues en Murcia hay afán de elevar lo bello.
Viendo Rosana que nadie se acercaba sobre la una de la tarde, decidió nacer, y lo vino a hacer de pie, y no fue un castigo de Dios, como dice la canción, sino más bien una bendición. Puso un pie y después el otro, se empujó con ayuda del cordón y pronto el culo asomó. Allí todos estaban aturdidos, con gestos muy socorridos para la ocasión. Rosana, como trepando a través de un ciclón, decidió soltarse definitivamente del cordón, y de cuajo se lo arrancó. Al caer se golpeó el mentón, pero tuvo suerte porque cayó en el recipiente. Así, que Rosana, quedó esperando, nadando en las aguas de esa mar que todavía no sabía nombrar, al sonido de la música que improvisaban las enfermeras en su letargo a bailar Anwar Abu Dragh.
A las doce de la noche terminó el encantamiento, y cuando todos despertaron se encontraron a Rosana nadando. No necesitó a nadie para nacer, pues su alumbramiento ya estaba escrito en el Antiguo Testamento. Adorable niña de preciosa piel color miel, ojos de león y piernas de gacela corriendo al viento. Adorable niña en su mirar, pues ya sabía caminar por aguas acariciadas por el Jordán.
CAPÍTULO IV: EL MAR
Rosana crecía feliz rodeada de su familia y amistades. En Morella era muy querida, aunque sus gentes tendían a protegerla en demasía, debido a la peculiaridad que le envolvía. Pero como la gota de agua que se deja caer por la lluvia, ella dejaba su ser para poder hacer, pues la intuición le llevaba a comprender que su ser era más grande de lo se pudiera antever.
A los tres años de edad, llevaron a Rosana a ver el mar. Desde su nacimiento, Rosana no había estado en contacto con ningunas aguas que no fueran las de su bañera. Julia preparaba el baño de Rosana, como si se tratase de una ceremonia nupcial, madre e hija, casaban sus manos, pies y cabezas. Hasta ver contenta a la niña, Julia no escatimaba en preparativos, donde un manjar de cremas esperaban a Rosana cada mañana al son de su nana más temprana.
Sus padres tenían una cierta aprensión con la idea de que su hija volviera estar en contacto con agua salina. Pero quién eran ellos para impedir este hecho en su vida. La querían demasiado cómo para aniquilar cualquier oportunidad de felicidad de su día a día.
Las circunstancias llevaron a su culto padre, por motivos de trabajo, a un pequeño pueblo de Alicante llamado Jávea, donde la gente era muy agradable. Rosana enseguida se sintió como en casa cuando se hospedaron en el hotel. Nada de lujos, así era su padre, un estadista muy comprometido con la sociedad. El hotel tenía su propia playa.
El hotel estaba decorado minuciosamente en blanco, con motivos minimalistas. Este fue el único requisito que impuso Julia. Grandes lámparas colgaban del techo del hotel, emitiendo una luz que se propagaba por las cabezas de aquellas personas que visitaban las salas, para envolverlos hacía otras estancias más alejadas. La luz jugaba con sus cabezas sin ánimo de llegar a las caderas. Jugaba con sus ojos, haciendo que estos mirasen por encima de los hombros, donde la tarea encomendada a la mirada, era la de encontrar una estela de gracia en las pupilas de otras gentes hospedadas, creando un extraño placer, donde todo era alegría al toparse con gente desconocida.
Enseguida, entablaron amistad con un matrimonio del Peñón de Gibraltar. El hombre era bajito, peludo y pecoso, de un aspecto gracioso. Era de esa clase de personas, que al conocerlas te daban ganas de abrazarlas y no soltarlas, como a un oso de alcoba infantil.
En un momento de descuido, la pequeña se escapó por una ventana y salió a la playa. Rosana voló hacia el mar, buscando una ola que la llevara de regreso a su realidad. Y, así fue. Regresó a su realidad pasando por distintos tiempos que ya dejaron de existir para nosotros, para todos excepto para la pequeña Rosana, pues ella llevaba inscrito en cada arruga marcada en su piel amelocotonada, una época de su ser. Ella era el tiempo en sí.
Su pequeño cuerpo se fundió con brumas de sensaciones de sabor pesado para su temprana edad, pero su alma no crujió por el recoveco de las esperanzas. Esperanzas que ella anhelaba para convertirlas en esencia de calma. Tan intensa fue la experiencia que a la niña la creyeron muerta, cuando la encontraron tumbada boca abajo, en la arena.
El padre en un intento de socorrer a su hija, tiró bruscamente de su pequeño brazo, y al girar su tierno cuerpo inerte, se percató que la piel de Rosana se tornó en brillantes escamas, de blancura tan pura, como la sonrisa que emitía su boca entreabierta, en desmesura. Su tez reflejaba la ardiente aura, cuyo reflejo asemejaba el esplendor de la pedrería de la joya más preciada, para hacer honor a su magnánima presencia.
El aire empezó a espesar, y todos los que estaban allí en presencia del cuerpo de Rosana, no pudieron más que soñar, pues fue la única forma que tuvieron para poder respirar. Sueños de todo tipo aparecieron, infantiles, perversos, oscuros, valientes, placenteros, inocentes, reveladores... Fue curioso ver, cómo su padre en pleno trance, creyó ser capitán de un barco alemán, en busca de felicidad, dónde su salva, era su hija bien amada.
Rosana empezó a jadear, respirando con gran pesar, hasta que logró inhalar la esencia de los anhelos soñados, por todas aquellas personas del lugar. Primeramente, abrió los ojos, para después incorporarse. Ella quieta sobre la arena, siendo el centro de un círculo perfecto, hecho por personajes de sueños, dónde unos recitaban, otros bailaban, o luchaban contra adversarios imaginados...y Rosana esperando un milagro, observaba tan bello espectáculo, semejante al de su nacimiento.
Lo curioso de todo esto, es saber, que al pasar los años, desde este inesperado acontecimiento, todos aquellos sueños expresados al viento, a la mar más calmada jamás pensada, se fueron realizando de una manera sistemática en presencia de Rosana, la cuál, entraba en estado de gracia, resolviendo enigmas jamás imaginados. Tal fue, su fama, que la llamaron de la Casa Blanca, para contratarla como becaria... pero esto fue después de su viaje a África.
Rosana desarrolló una cierta repulsión, a todo aquello que le recordaba a la mar.
Julia tuvo que volver a decorar otra vez su casa. Cambió toda clase de objetos que pudieran ser antojados por Rosana como un elemento constitutivo del piélago. A Julia no le importó realizar este peculiar esfuerzo, porque le sirvió para tomar conciencia de la importancia que había tenido para sus vidas el océano. Hasta entonces, no se había percatado de esta circunstancia, y realmente creyó en la posibilidad, de que la niña pudiera tener algún tipo de problema en su crecer. Pero Rosana supo acomodar su nueva situación en su beneficio, cómo si de una almohada recién estrenada se tratara, a la que hay que domar para poder utilizarla.
La preocupación de Julia se disipó cuando a la edad de nueve años, vio los pies de Rosana elevarse del suelo hacia una tarima imaginada, mientras simulaba un vuelo de un pájaro incierto, en una noche de mayo, junto al lago de sus abuelos.
Julia y su hermana Filipa, decidieron celebrar las comuniones de Marieta y Rosana, en la casona grande que había junto al lago de las cinco estrellas. La casona, que ahora pertenecía a Julia, era un legado de su madre, Bárbara, una mujer sin duda extraordinaria, que provocó en sus hijas una gran influencia. Criada en el seno de una familia acomodada, Bárbara enseguida, destacó por su belleza, y su elocuencia, y por sus estudios en Zoología. Mujer de grandes ideas, y pocas formas, no dudo en mudarse a África a la edad de veinte años, cuando al padre, que había sido republicano, le acusaron de un robo jamás probado, por lo que fue encarcelado en 1966. No dudo Franco en reconocer su trabajo en 1970, como la primera mujer española en destacar en tan peculiar campo, por un artículo publicado de leones en la Sabana Africana, que ella misma recogió cogida de la mano de su padre, liberado un año antes, como intercambio de favores, en los que intervino la embajada americana.
En África vivió durante cuatro años, como ayudante de George Schaller. El Serengeti fue su segundo hogar, gracias a George. Escribieron juntos grandes artículos reveladores, de enorme impacto para la época. Uno de esos artículos narraba la historia de cuatro leones y sus coaliciones. Bábara los apodó cariñosamente como Santamaría, Kubala, Gárate y Puchades.
Y allí, Bábara, quedó preñada de Julia, su hija mayor. Los massai cuentan, que el padre fue el león que la aguardó por el camino, otros cuentan que, fue el rayo del sol que hizo iluminar a tan bella flor, ingrediente imprescindible para tan mágico ungüento , por lo que no llegó a conocer varón. Pero los científicos compañeros, se declinaron por la teoría de lo más razonable, no por ello cierto. Y es que a Bárbara la engatusó el aciano Asanja, y así, un día, cuando Bárbara se dirigió a Miriakamba Momela, Asanja la paró, para mostrarle su gran ungüento, a lo que Bárbara respondió con un gran aspaviento, unido a un gran quejido que hizo romper las nubes del firmamento.
Bárbara no quiso conocer padre, para la hija que todavía estaba en el vientre. Y fue entonces, cuando regresó otra vez, a España, y conoció a Manuel, para casarse un año después con él. Se compraron una casona junto a un lago, que por la forma de las rocas de alrededor, lo bautizaron, como "el lago de las cinco estrellas". Bárbara hizo de la casona su convento, y a la edad de cincuenta años murió, dejando a Julia la casona como legado de una vida de cuento.
El hotel estaba decorado minuciosamente en blanco, con motivos minimalistas. Este fue el único requisito que impuso Julia. Grandes lámparas colgaban del techo del hotel, emitiendo una luz que se propagaba por las cabezas de aquellas personas que visitaban las salas, para envolverlos hacía otras estancias más alejadas. La luz jugaba con sus cabezas sin ánimo de llegar a las caderas. Jugaba con sus ojos, haciendo que estos mirasen por encima de los hombros, donde la tarea encomendada a la mirada, era la de encontrar una estela de gracia en las pupilas de otras gentes hospedadas, creando un extraño placer, donde todo era alegría al toparse con gente desconocida.
Enseguida, entablaron amistad con un matrimonio del Peñón de Gibraltar. El hombre era bajito, peludo y pecoso, de un aspecto gracioso. Era de esa clase de personas, que al conocerlas te daban ganas de abrazarlas y no soltarlas, como a un oso de alcoba infantil.
En un momento de descuido, la pequeña se escapó por una ventana y salió a la playa. Rosana voló hacia el mar, buscando una ola que la llevara de regreso a su realidad. Y, así fue. Regresó a su realidad pasando por distintos tiempos que ya dejaron de existir para nosotros, para todos excepto para la pequeña Rosana, pues ella llevaba inscrito en cada arruga marcada en su piel amelocotonada, una época de su ser. Ella era el tiempo en sí.
Su pequeño cuerpo se fundió con brumas de sensaciones de sabor pesado para su temprana edad, pero su alma no crujió por el recoveco de las esperanzas. Esperanzas que ella anhelaba para convertirlas en esencia de calma. Tan intensa fue la experiencia que a la niña la creyeron muerta, cuando la encontraron tumbada boca abajo, en la arena.
El padre en un intento de socorrer a su hija, tiró bruscamente de su pequeño brazo, y al girar su tierno cuerpo inerte, se percató que la piel de Rosana se tornó en brillantes escamas, de blancura tan pura, como la sonrisa que emitía su boca entreabierta, en desmesura. Su tez reflejaba la ardiente aura, cuyo reflejo asemejaba el esplendor de la pedrería de la joya más preciada, para hacer honor a su magnánima presencia.
El aire empezó a espesar, y todos los que estaban allí en presencia del cuerpo de Rosana, no pudieron más que soñar, pues fue la única forma que tuvieron para poder respirar. Sueños de todo tipo aparecieron, infantiles, perversos, oscuros, valientes, placenteros, inocentes, reveladores... Fue curioso ver, cómo su padre en pleno trance, creyó ser capitán de un barco alemán, en busca de felicidad, dónde su salva, era su hija bien amada.
Rosana empezó a jadear, respirando con gran pesar, hasta que logró inhalar la esencia de los anhelos soñados, por todas aquellas personas del lugar. Primeramente, abrió los ojos, para después incorporarse. Ella quieta sobre la arena, siendo el centro de un círculo perfecto, hecho por personajes de sueños, dónde unos recitaban, otros bailaban, o luchaban contra adversarios imaginados...y Rosana esperando un milagro, observaba tan bello espectáculo, semejante al de su nacimiento.
Lo curioso de todo esto, es saber, que al pasar los años, desde este inesperado acontecimiento, todos aquellos sueños expresados al viento, a la mar más calmada jamás pensada, se fueron realizando de una manera sistemática en presencia de Rosana, la cuál, entraba en estado de gracia, resolviendo enigmas jamás imaginados. Tal fue, su fama, que la llamaron de la Casa Blanca, para contratarla como becaria... pero esto fue después de su viaje a África.
CAPÍTULO V: EL REZO DE ROSANA
Rosana desarrolló una cierta repulsión, a todo aquello que le recordaba a la mar.
Julia tuvo que volver a decorar otra vez su casa. Cambió toda clase de objetos que pudieran ser antojados por Rosana como un elemento constitutivo del piélago. A Julia no le importó realizar este peculiar esfuerzo, porque le sirvió para tomar conciencia de la importancia que había tenido para sus vidas el océano. Hasta entonces, no se había percatado de esta circunstancia, y realmente creyó en la posibilidad, de que la niña pudiera tener algún tipo de problema en su crecer. Pero Rosana supo acomodar su nueva situación en su beneficio, cómo si de una almohada recién estrenada se tratara, a la que hay que domar para poder utilizarla.
La preocupación de Julia se disipó cuando a la edad de nueve años, vio los pies de Rosana elevarse del suelo hacia una tarima imaginada, mientras simulaba un vuelo de un pájaro incierto, en una noche de mayo, junto al lago de sus abuelos.
Julia y su hermana Filipa, decidieron celebrar las comuniones de Marieta y Rosana, en la casona grande que había junto al lago de las cinco estrellas. La casona, que ahora pertenecía a Julia, era un legado de su madre, Bárbara, una mujer sin duda extraordinaria, que provocó en sus hijas una gran influencia. Criada en el seno de una familia acomodada, Bárbara enseguida, destacó por su belleza, y su elocuencia, y por sus estudios en Zoología. Mujer de grandes ideas, y pocas formas, no dudo en mudarse a África a la edad de veinte años, cuando al padre, que había sido republicano, le acusaron de un robo jamás probado, por lo que fue encarcelado en 1966. No dudo Franco en reconocer su trabajo en 1970, como la primera mujer española en destacar en tan peculiar campo, por un artículo publicado de leones en la Sabana Africana, que ella misma recogió cogida de la mano de su padre, liberado un año antes, como intercambio de favores, en los que intervino la embajada americana.
En África vivió durante cuatro años, como ayudante de George Schaller. El Serengeti fue su segundo hogar, gracias a George. Escribieron juntos grandes artículos reveladores, de enorme impacto para la época. Uno de esos artículos narraba la historia de cuatro leones y sus coaliciones. Bábara los apodó cariñosamente como Santamaría, Kubala, Gárate y Puchades.
Se introdujo en las más oriundas costumbres de los massai. Todos la consideraban una massai más, pues no dudaba en arriesgar su vida, por acervar las vidas de los lugareños. Se fue a vivir a una enkang cerca del Monte Meru, donde nació su leyenda. Una mañana de grises esponjas en el cielo, con temperatura de invierno, Bárbara se despertó sobrecogida por un grito, de un colobo blanquinegro. Cómo un ser sin ser, Bárbara, se dirigió andando a Miriakamba Momela, con una simple camisa blanca, la cual se contoneaba al son del viento, dejando entrever sus hermosas piernas y pechos. Inerte en su caminar, sólo podía respirar. El camino era angosto y polvoriento, parecía unirse a la muerte de los animales en verano, cuando el agua escasea, y el sol hace estragos por su presencia.
A mitad de camino Bárbara, se encontró un león, el cual la acompañó en el resto del trayecto, alejado unos diez metros. Un búfalo la hizo detener, y le dio agua para beber con su propio hocico, dándole un pequeño mordisco. Al caer la noche, la luna cambió su ciclo, y cómo nunca, llena se mostró, para dejar caer un rayo de sol, antes del amanecer, sobre una flor. Bárbara se dirigió hacia la planta y la arrancó, y cómo si nada, siguió su ritmo por el camino. Al llegar a Miriakamba Momela, un anciano Oloiboni llamado Asanja, la recibió, y ella la flor le entregó, postrándose la luna nos iluminó. El anciano agradecido la besó. Dicen que fue el anciano quien con una oración, la hizo andar sobre el viento, porque sólo ella podía ver la flor iluminada por el lucero, para crear un ungüento que necesitaba el anciano para enamorar a un guerrero, para que dejara de luchar en una concreta noche de inverno, para la procreación de un nuevo sacerdote de tan altos conocimientos , que su inmensa sabiduría, haría traer la paz al pueblo.
Y allí, Bábara, quedó preñada de Julia, su hija mayor. Los massai cuentan, que el padre fue el león que la aguardó por el camino, otros cuentan que, fue el rayo del sol que hizo iluminar a tan bella flor, ingrediente imprescindible para tan mágico ungüento , por lo que no llegó a conocer varón. Pero los científicos compañeros, se declinaron por la teoría de lo más razonable, no por ello cierto. Y es que a Bárbara la engatusó el aciano Asanja, y así, un día, cuando Bárbara se dirigió a Miriakamba Momela, Asanja la paró, para mostrarle su gran ungüento, a lo que Bárbara respondió con un gran aspaviento, unido a un gran quejido que hizo romper las nubes del firmamento.
Bárbara no quiso conocer padre, para la hija que todavía estaba en el vientre. Y fue entonces, cuando regresó otra vez, a España, y conoció a Manuel, para casarse un año después con él. Se compraron una casona junto a un lago, que por la forma de las rocas de alrededor, lo bautizaron, como "el lago de las cinco estrellas". Bárbara hizo de la casona su convento, y a la edad de cincuenta años murió, dejando a Julia la casona como legado de una vida de cuento.
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