“Alfredo, tienes suerte, puedes escapar de la muerte”.
“Doctor, me siento cómodo aquí, este edificio me da buena suerte”
1945, Madrid, Aniceto
Se levantó con urgencia, tenía calor, era un verano sofocante. La siesta le había sentado mal, tan mal como el olor que desprendía. Llevaba unos calzoncillos blancos y una camiseta de tirantes negra. Estaba gordo y sudoroso. Pensaba a la velocidad de los pocos pelos que le quedaban en la cabeza. No podía respirar se sentía sucio. En la habitación solo había una cama con un viejo colchón, y parecía que estaba sacada de un mal cuento de algún abuelo.
Se dirigió hacia su teléfono con la intención de llamar, y con la esperanza de que iba a poder contactar con su asesino. No fue así, se sintió cobarde y despreciado, ni el sicario contratado le hacía caso.
Desesperado, se vistió con acelero, dejando varios botones de la camisa sin abrochar, por lo que parecía un macarra de ciudad. Un despojo humano sin rumbo.
Cuando salió de la pensión en la que estaba hospedado puso rumbo a la estación. Ahí encontró a Carolina, una chica lista del montón, con cabellos largos y pelirrojos y con acento alemán. Carolina se acerco con la intención de sacarle todo el dinero que le fuera posible, en seguida comprendió que era un error y se apartó. Pero levantó en ella un sentimiento de profundo desprecio por lo que le escupió.
Él no hizo nada, se fue y subió al vagón del tren, por primera vez en tres días sintió algo de esperanza, aunque no le duró mucho porque se equivocó de tren. Estaba todo perdido, y no lo ocultaba con la mirada.
En la primera parada bajó, pero era demasiado tarde para enmendar su error. Ya no sabía dónde dirigirse. Pero de repente le vino una frase de su padre a la cabeza: “Se tú el dragón cuando tengas miedo, así no necesitarás tenerlo” En ese instante visualizó con exactitud a un dragón de peluche que le habían regalado por su décimo cumpleaños.
Sintió unas enormes ganas de abrazarse a sí mismo, pero le dio asco. El agua de su nariz le caía sin piedad, y una anciana le ofreció un pañuelo al ver como él intentaba parar la mucosidad con la lengua. Aquel gesto le conmovió, así que mató a la anciana y se quedó con su dinero.
Siguió caminando por una calle angosta y lúgubre, no sabía dónde estaba, pero no era ciudad, era una especie de pueblo que quería aparentar algo más.
Caminaba con la cabeza agachada contando el dinero, cuando de repente, se paró para llamar por teléfono al asesino que había contratado, contestó rápidamente, y Aniceto le preguntó si podía estar todo hecho para final de año. El sicario con sarcasmo soltó una enorme carcajada, y le dijo con rotundidad “No”. Colgó el teléfono.
No recordaba a quién quería muerto, eso ya no le importaba. Se dirigió otra vez a la estación y cogió un tren con destino a Aranjuez. En Aranjuez encontró a Pedro, más tarde sería su protector. Pedro era un chiquillo de trece años, famélico con aspecto de camello. Pedro le preguntó si quería algunos de los objetos que llevaba robados. Le compró una navaja. Le preguntó donde podía alojarse, y Pedro le dio una dirección, la de la casa de su prima Loreta. Ésta alquilaba los catres a buen precio.
Al llegar a la casa de la prima de Pedro, apareció la tía, una mujer ciega desaliñada, le dijo que no quería broncas en su casa, y que por favor que pagara siempre por adelantado. Aniceto no saldría de esa casa por una temporada.
Cuando camino a la cama se encontró con Loreta, una joven de dieciocho años, morena, de piel tostada. Parecía sacada de un cuadro del Escorial. Aquella noche, Aniceto, se acostaría con ella en un juego siniestro de sumisión a punta de navaja. Ya no había cuadro del Escorial para él, solo una mujercilla más. Pocos años después, Loreta murió de tuberculosis, en un hospital de Murcia. A su manera la quiso.
Aniceto encontró trabajo de fontanero, pues para esto era muy diestro, aunque también para quitar el sustento de las amas de casa, pero alguna sonrisilla les dejaba. Hizo fortuna robando y supo invertirla bien para después parecer un hombre de provecho.
Se casó con una solterona del pueblo, a la que después mató, con un líquido que utilizaba para romper el acero. La gente lo sabía pero aún así lo respetaba, pues el líquido podía ser de fácil ingesta para el que se quejara.
Se hizo con unos terrenos y con unas casas, prosperó y su imagen cambió, pero eso de matar le gustaba.
En el ocaso de su vida, recordó a quien quería ver muerto cuando contrató a ese asesino a sueldo. Era a él al que quería ver muerto, de una manera u otra, tentaba a la suerte para cumplir con ese sueño anquilosado. Pero no había forma, de todas salía sin ningún tipo de premisa. Se dio asco otra vez, se consideraba un frustrado admirado. Recordó también la noche del atentado del barrio de Cuatro Caminos en Madrid. Cómo vendió a sus compañeros de partido al Régimen, en un intento de escaparse de su suerte.
No tuvo hijos y su fortuna la delegó a Pedro que poco después se fue a un convento como ayudante del clero, y ahí se lavó el dinero, cuando se invirtió en un colegio, de pago creo.
Más que colegio parecía un monumento, de preciosos ángulos y vistas al cielo. Fue tal la importancia de dicho edificio que Franco lo utilizó para algunos de sus servicios. La nueva paradoja del destino incierto fue, cuando con el paso de los años, el colegio se convirtió en un retiro de personas con muy buenos recursos.
Actualmente, es sede de una famosa asociación sin ánimo de lucro de víctimas del cáncer, donde Alfredo recibe tratamiento. Un viejecito encantador hijo de Antonio, que murió una noche de febrero de 1945 en un asalto. Alfredo cuenta esta historia con cierta ingenuidad alegre, porque desconoce los acontecimientos.
Alfredo se siente a gusto, Alfredo está contento.
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