Nació sin colchón pero no le importó. María sabía bien lo que quería, un árbol y unas tijeras para poder podarlo, en primavera. Por eso, de pequeña, María, construía sus pequeñas casas de almendras almidonadas en las ramas, para poder cuidarlas.
Un día jugando en un árbol, le picaron unas abejas de rayas blancas y rosas, que le produjeron unas enormes tormentas de carcajadas de boca cerrada. Gracias a la nueva situación, María se acostumbró a ser una persona mejor, pues siempre sonreía un montón.
Fue creciendo la niña, y encontró un gran charco, en el que poder plantar su árbol, de melodías de yeso y barro. Pero resultó ser un gran fiasco, pues era un tostón escuchar la misma canción, de unísona voz.
Con el tiempo perdió la esperanza, y a María, le dio por comer manzanas. Tantas manzanas comió, que un día le entró un apretón, y su intestino le regaló la mejor semilla de la colección, que inmediatamente plantó.
El lugar que eligió para la plantación fue un viejo terreno olvidado de la mano de Dios. A su vientre me refiero yo. Y germinó. Nacieron dos enormes moreras de largura ancha, con ojos de color de plata, y corteza de avellana.
Las moreras se hicieron grandes y… ¡hasta estudiaron un Máster! Pero un día, se secaron, por querer subir a un escenario, para hacer teatro. Así, que María, las podó con sus alas en forma de garras, para que les salieran la sabia.
Renacieron con tal fuerza, que se formó una gran arboleda de enormes rosas rojas, con forma de mariposas, entre el mojón de la Ilusión y la pasión, donde floreció su primer amor, un alcornoque de bellos retoques.
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