martes, 2 de mayo de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE. VIII



CAPITULO VIII

LA NUBE



-¡Clara ven a mi cuarto, inmediatamente!
-Sí, Señor.
-Cierra la puerta.
-Sí Señor.
-Quítate la ropa.
-¡Pero Señor!
-Deja que te vea, solamente una vez más.
-Señor, no creo que sea conveniente...
-¡Calla!

Se acercó a Clara tanto, que Clara podía sentir su aliento en el oído. Rodrigo estaba muy excitado, su nerviosismo era palpable. Ese aliento para Clara era como un cruce de cuchillos. Éste llevaba en la mano un pañuelo que le había bordado Eulalia. Con la ropa sucia y sin haber dormido, Rodrigo presentaba un aspecto de un descuido pernicioso, típico de las noches de duelo, aunque en este caso no habían cuerpos a los que velar.

-Clara, tú ahora eres mi única familia. Eres preciosa, pero tu piel te delata. No deberías haber accedido a mis peticiones. Por favor, vístete.
-Sí, Señor.


Clara inmediatamente, se subió el vestido blanco semitransparente que llevaba. Sabía que a Rodrigo le gustaba mirarla cuando al trasluz de alguna ventana su silueta quedaba marcada. Rodrigo la observaba atónito sus jóvenes carnes prietas, al igual que se observa la más bella nube de un cielo sin estrellas, en el que el sol hace acto de presencia, para adorar precisamente a esa capa de viento agradeciendo su forma, que dibuja una figura inversa en la mente de nuestros ojos oscurecidos, haciéndoles ver toda clase de objetos y lugares que nuestra imaginación, por un momento, nos hace recrear para que podamos ser conscientes, de que la realidad o los sueños también están marcados en el firmamento.




-Mañana quiero que vengas a mi habitación a la misma hora. Ahora vete.
-Sí, Señor.

Clara salió de su habitación, para dirigirse hacia las escaleras, pues parecía que Mario estaba en la puerta. Rodrigo, la siguió y bajó con ella. Los dos salieron de la casa.

-Clara, parece que es Mario ¿Ha pasado algo en estos días, en los que yo no he estado?
-No, Señor. Todo normal.

-¡Señor, señor!
-Ha llegado un correo para usted, es de España. Me lo ha dado Pedro Salinas, que está en el puerto preparando su barco, Señor.
-Muy bien Mario. Gracias.

Mario le dio la carta. Rodrigo se puso a leerla. Era de su amigo Manuel, para avisarle de que España iba a poner fin a la guerra con Francia. Le comunicaba su intención de ceder la isla de la Española a los franceses. Rodrigo entró otra vez a la casa y se dirigió al húmedo cuarto que utilizaba cómo despacho. Era allí dónde guardaba los documentos importantes. Salió de la casa nuevamente, y le entregó dos cartas a Mario.

-Mario, quiero que te dirijas otra vez al puerto. Encuentra a Pedro Salinas y dale este correo. Debe partir inmediatamente para España. Dile que antes debe entregar esta otra carta...la que pone Leclerc.

-Gran Bretaña nos la ha jugado bien. Tengo que avisar a George. Va todo según lo previsto. Éste es un sitio todavía tranquilo, e incógnito para mis enemigos. Hice bien en instalarme aquí. -Pensó para sí mismo, Rodrigo.

-Clara entra en casa.

Los dos entraron en casa.

-Dentro de una semana partiré de viaje. Eulalia ya no va a regresar nunca más, está muerta. Quiero que tú te hagas cargo de la casa. Ya sabes que no puede entrar ningún esclavo a ella. Limpia las habitaciones de Eulalia y de los niños. Te instalarás en la habitación de ella, y cierra las demás habitaciones con llave, para que no pueda entrar nadie, ni tan siquiera yo. Estarás vigilada, no creas. Por cierto, recuerda que mañana te quiero en mi cuarto a la misma hora.

Se metió en su húmedo despacho, como  un murciélago asustado por la luz del día, y se quedó toda la noche trabajando. Las horas se echaban encima de él, cómo depredadoras de un talento innato para ejecutar planes de guerra. Eulalia pasó inmediatamente a ser un espectro de algún recóndito espejo de sus recuerdos más lejanos. Su frialdad asustaba a su todavía joven e inexperta fámula, que tan dispuesta le esperaba en la silla que había junto a la ventana, como siempre hacía cuando su Señor, se quedaba hasta tarde en su raído cuarto humedecido por el afluente de todos aquellos pensamientos que allí confluyeron, para después recoger la apea de ceras e incienso, que cómo rastro ignífugo in pace dejaba lugar a una temprana claridad de la mañana.

Rodrigo, era un hombre bastante condescendiente según sus propios esclavos, cuando comparaban éstos la crueldad de sus amos. Ésta era medida por aquellos, en la balanza de toneladas de algodón que se recogían al caer el día. Para Mario y Clara, sus esclavos de mayor confianza, era un hombre frío y distante, como el paño húmedo sobre una frente que arde en deseos de humanidad y libertad, ocultos en las llagas de sus palabras.

Al día siguiente Rodrigo salió de la casa hacia la huta, estuvo hurgando entre los anclajes que había en la pared. No llegó a coger nada, pero su mirada enfurecida evidenciaba alguna pieza de caza perdida. Se quedó absorto durante un rato. Salió de la choza, cogió su caballo y se fue a la ciudad. Cuando regresó a la Hacienda ya era de noche. Clara llevaba dos horas esperando en su cuarto. Las luces de las velas denotaban una impaciencia inusual de un sueño hecho realidad. Clara llevaba un vestido de holganza fina, suave como la noche y fría como el sudor de su piel, al contacto con el oreo de la escarcha sentida. Y allí continuaba Clara, tumbada en el diván, esperando el sueño de su vida, haciendo éste de nodriza para que ella quedara dormida.

Entró Rodrigo en la habitación. De repente hizo caer su cinturón con la arrogancia de un perdedor en sentimientos no buscados, ni encontrados, o de un vencedor de un "tal vez". Aquél cayó tan lentamente, que en su descenso parecía haber ensayado previamente unos pasos de baile con el suelo. Clara al escuchar chasquido que hizo la hebilla al chocar contra éste, despertó con la premura de un noble animal, que pace tranquilamente en el río, hasta que el murmullo del agua le recuerda que puede ser presa de cualquier lobo enfurecido. Rodrigo, sin embargo, sentía la inquietud de un cuerpo descontrolado en emociones, dónde éstas le habían puesto en un grado de tal excitación, que su misma ansia le hacía resoplar, cómo si se tratara del más vulgar animal.

Se acercó a ella, le bajó los tirantes del vestido, dejando descubiertos sus hombros. Le besó el cuello. En ese mismo momento Clara no podía sentir nada, sólo una vanidad ocultada en una delicada sonrisa. Era ahora ella la que lo miraba a él cómo si fuera él precisamente la pieza cazada. De repente Rodrigo, cesó. Se echó la mano al cuello, con signo de exclamación. Se dirigió hacia la cama y se sentó en ella sin soltar a Clara de la mano. Ésta no hizo ningún amago de escapar. Él se dio cuenta, y fue en ese momento, cuando  el gesto de Rodrigo cambió de un sentimiento de excitación, a la más profunda sensación de desidia por una vida llena de ironía.

-Te pareces tanto a tu madre. Sabes, tienes un hermano. Creo que está en España. -Sonrió con cierto desprecio.

-¿Conoces a mi madre?

-Sí, es Miranda.

- Pero, Miranda...Miranda es la esclava de Eulalia.

-Lo sé. Fue un regalo de un amigo inglés. Quiero que te vayas de este cuarto ahora, y no quiero que le hables de ésto a nadie. ¡Ah! y sobre todo no te sientas culpable por lo que sientes, en estos casos, suele perdonarse. Algún día lo harás. Tal vez ahora no, pero en un futuro estoy seguro de que sí. Clara era necesario que conocieras la verdad. Y por favor, haz callar esos rumores de esclavos, que circulan por toda la Hacienda.

-Sí, Señor. -Clara agachó la cabeza y se subió otra vez los tirantes, avergonzada. - Pero usted, no sabe...no sabe...¡pobre Eulalia! ¡pobres niños!- -Clara todavía no era consciente de su realidad.-

-¡Calla! ¡por ahora no quiero que se vuelvan a mencionar en mi presencia esos nombres! ¡Lo has entendido!

-Pero...pero Señor...yo...pobre Eulalia...Señor.

-¡Te he dicho que calles! Quiero que cuides esta casa en mi ausencia como si fuera tuya. Ya he hablado con Miranda.- -Gritó con desprecio Rodrigo.-

-Sí, Señor.

A la semana partió Rodrigo de viaje, pero en el mismo día de su partida, cuando éste se disponía a subir a su caballo para comenzar su andadura, Rodrigo le dejó en deuda una respuesta a Clara, cuando ésta le preguntó por Mario, pues hacía precisamente una semana que no lo veía por la Hacienda. Rodrigo subió a su caballo sin responderle, y se fue galopando sin mirar, en ningún momento, hacia atrás.

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