CAPITULO VII
Mario llegó agotado a la Hacienda. Lo primero que hizo al llegar a ésta, fue buscar a su Señor Rodrigo. - ¿Y el Señor? Clara.- --Ha salido, Mario-- -Tengo que localizarlo, es urgente ¡Venga Clara, vamos, corre. Muévete!- Clara, salió corriendo en busca de su Señor. El amor que le prodigaba ésta a Rodrigo, era conocido por todos. Clara de unos quince años de edad aproximádamente, tenía una belleza indígena descaradamente insinuante para aquella época. Su pelo moreno surcaba ríos de hilos de cobre, encauzados por el sol. Cómo mano de Dios, su larga melena le rozaba la cintura, abrazando sus caderas, saciando así sus carnes prietas.
Los domingos, después de Misa, Rodrigo solía dispensar asuntos propios de la Hacienda. Reunía a todos sus esclavos que servían en ésta, para distribuirles las tareas e informarles de las futuras visitas, También aprovechaba este momento para darles una pequeña propina, para gastar en los días de fiesta. Siempre dejaba a Clara para el último lugar. Nadie sabía lo que hacían en esos escasos instantes, que le proporcionaba el propio tiempo. Lo único que se podía apreciar por parte del resto de los esclavos, es que Clara salía siempre, con el pelo apartado a un lado, enganchado en el cinturón de su falda. A Eulalia pareciérese que ésto le daba igual. Nunca ésta mostró celos hacia ella, es más, le prodigaba a Clara cierta fe, para ser una simple esclava.
Rodrigo era muy estricto con la imagen de sus esclavos, pues en parte representaban a su Hacienda. No permitió nunca que aprendieran a leer, a pesar de las súplicas de Eulalia, aunque sí, y fue muy estricto en ésto, insistió en que la pronunciación del castellano de aquellos fuera perfecta. Eulalia fue, cómo no, la encargada de tal enseñanza. Todos los domingos por la tarde, después de comer, Eulalia les daba clases de castellano de la Vieja España, así es cómo todos la llamábamos. Además, aprovechaba también, para darles unas pequeñas nociones de historia, tanto mexicana como española.
La alumna predilecta de Eulalia era Clara. Aprendía rápido, aunque muchas veces se quedaba ensimismada en pensamientos absortos, mirando a un horizonte inexistente. Ciega, por el escozor de una vida que había sido cruel con ella. Sin embargo, se ganó los favores de Eulalia, a quien le pidió que le enseñara a leer. Eulalia aceptó encantada, pero puso solamente una condición: que le pagara en forma de pequeñas figuras de trapo. Eulalia sabía de buena tinta, que en sus ratos libres, Clara se dedicaba a coser estas pequeñas figuritas de trapo, haciendo las delicias de sus hijos, y las de los demás esclavos.
Todas las noches ésta subía a su cuarto, descalza, con la cara desencajada. Eulalia suponía que era por las duras tareas que le encomendaba su marido. Sin embargo, al llegar a su cama, y sentarse en los pies de ésta, su cara poco a poco se iba relajando, y cómo títere con dos cabezas, se disponía, por lo menos una de ellas, a leer, de una manera tan veloz y sublime, que algunas veces los oídos de Eulalia se quedaban adormilados en un sueño placentero, por el meceo de las palabras que le proporcionaba la voz de Clara.
-Rodrigo, Mario te está buscando, parece urgente.
-Clara, estoy ocupado.
-Debes de bajar ya. Conozco a Mario, ha pasado algo.
-De acuerdo, Clara, ahora mismo bajo.
Al salir de la habitación, ha Rodrigo se le calló un real al suelo. Se quedó perplejo, pues nunca había visto rodar así, ninguna moneda. Pareciérase ésta que iba en contra de una inversa gravedad, haciendo pequeños círculos sobre sí misma, hasta llegar a la escalera. -¡Clara, ven!- --Sí Señor- --Recoge la moneda del suelo.- --Sí Señor. Tome Señor-- -Gracias, Clara.- Fue entonces cuando Rodrigo vio a Mario, esperando al final de las escaleras en el piso de abajo. Estaba totalmente extrañado, pues Mario no tenía ordenes de entrar en la casa. Los ojos de Rodrigo, se empequeñecieron. Su rostro reflejaba el inicio de un prematuro sufrimiento. Bajó lentamente las escaleras, sin apartar la vista de Mario, con una mirada desafiante. Mario sin embargo, parecía una estatua opaca por el tiempo, desgastado en movimientos. Hacía girar el sombrero con sus manos, de un lado para otro, como un pigmalión hecho a destiempo.
Rodrigo bajó las escaleras, y le dio un pequeño golpe en la espalda a Mario, y sin mediar palabra, se lo llevó a aquel pequeño cuarto raído por la humedad, cuyo uso solamente estaba reservado para la dispensa de asuntos de máxima importancia. En él se habían fraguado Tratados de diversa índole. Mario estaba impresionado, lo que le hizo cometer un error espontáneo, al intentar sentarse, sin pedir el pertinente permiso antes, en la vieja silla que había junto a la mesa. Justo cuando iba a sentarse, su mente reaccionó, haciendo el ademán de subir bruscamente su cuerpo, e incorporarlo otra vez, para devolverle una cierta postura de dignidad.
-No pasa nada Mario, puedes sentarte.
-Gracias, Señor-
-Dime Mario, qué pasa.
-No sé Señor, cómo decírselo. -Sus manos hacían girar el sombrero de paja, de una manera obsesiva.- Su mujer... su mujer... se fue.
-Qué dices Mario, qué estás diciendo. Creo qué no he oído bien. -Rodrigo tenía un gesto de complacencia forzado.-
-Su mujer se ha ido con los niños.
-A dónde Mario.
-No lo sé. Lo único que sé, es que me dijo que no le dijera nada. Pero el Señor sabe, que yo le aprecio. Es mi amo. -En ese mismo momento, se mordió los labios.-
-Dime todo lo que sepas inmediatamente.
-No sé más. Solamente que el carruaje se rompió a mitad de camino hacia Champotón. Tuve que dejar a Eulalia y a los niños allí solos, para pedir ayuda. Cuando volví, ya no estaban, habían desaparecido.
-¡Pero qué dices, cómo se te ocurre dejarlos solos, con las revueltas que hay! Prepara dos caballos y llévame inmediatamente a ese lugar ¡Rápido! Gritó Rodrigo con voz enfurecida.
Durante el camino, Mario se percató de algo insólito para él. Fue la única vez que vio agachar la cabeza a su Señor, y bajar la vista. Éste siempre había mantenido antes, una postura de montura impoluta en movimientos, erguida, elegante y señorial. Sin embargo, ahora giraba la cabeza a ambos lados, dónde solamente se podía apreciar aquella miseria propia de una sociedad, que solo surge cuando está a punto de estallar. Al bajar la vista, Rodrigo tomó conciencia, por primera vez, en su acomodada vida, de esta miseria antes invisible y tan alejada para él.
El poder es un manto oscuro y peligroso, idóneo para el que no quiere ver la realidad que se esconde tras él. La realidad de aquel día fue excesivamente exagerada, pero no desconocida para sus enemigos. Carruajes transportando esclavos, niños indígenas huérfanos escondidos para no ser capturados, como perros abandonados...Rodrigo tuvo, por un momento, que bajar de su caballo. La abominación de su propia conciencia le hizo descender, para dejar caer sus pies al suelo. Fue en ese momento, cuando se le clavaron los ojos de un niño de piel oscura, que estaba hurgando en las raíces de una palmera. Su dolor le hizo no ser tan distinto a aquellos a los que él llamaba esclavos.
El poder es un manto oscuro y peligroso, idóneo para el que no quiere ver la realidad que se esconde tras él. La realidad de aquel día fue excesivamente exagerada, pero no desconocida para sus enemigos. Carruajes transportando esclavos, niños indígenas huérfanos escondidos para no ser capturados, como perros abandonados...Rodrigo tuvo, por un momento, que bajar de su caballo. La abominación de su propia conciencia le hizo descender, para dejar caer sus pies al suelo. Fue en ese momento, cuando se le clavaron los ojos de un niño de piel oscura, que estaba hurgando en las raíces de una palmera. Su dolor le hizo no ser tan distinto a aquellos a los que él llamaba esclavos.
Al llegar Rodrigo al lugar donde se encontraba el carruaje, solo encontró el esqueleto de éste, mullido por los mordiscos de la ira de aquel lugar. Desolado se sentó en una tabla de madera, de las pocas que quedaban. -Tal vez, ésta hubiera sido antes, según la visión de una esperanza, que no se resignaba a perder una vida pasada, el asiento de Eulalia.- Pensó --He perdido a toda mi familia, Mario. Déjame solo, por favor. Necesito pensar.-- Mario se fue. Fue la primera vez que su Señor le permitió montar a caballo. Mario estaba contento, aún a pesar de los terribles sucesos, pues al fin y al cabo, él no dejaba de ser un mero esclavo, a los ojos de sus señores. Nunca se habían interesado por su vida, ni la de su familia. Mario estaba terriblemente enamorado de Clara, aún sabiendo que le doblaba la edad, y en la maleficencia de su pensamiento, llegó a la conclusión de que Clara era para su Señor, por lo menos en alma.
Rodrigo pasó allí la noche, en la intemperie de unas revueltas cada vez más pronunciadas en el tiempo. Nunca antes le había prestado la atención, que tal vez, se merecían. Para el poder que él tenía no dejaban de ser meras pataletas de esclavos. En ese mismo momento comprendió, que no estaba tan lejana una posible independencia de México. No había servido de nada el intento de aislamiento, como medida de protección por parte de España, para evitar más saqueos, el contrabando, la intrusión de más extranjeros y la venta de información. Los barcos espías estaban a la orden del día. Tendría que posponer su viaje a Pensacola. Tendría que retomar las negociaciones con el virrey Branciforte, para volver a tratar ciertos asuntos.
Las revueltas claramente estaban apoyadas por los países enemigos para evitar las nuevas consolidaciones de las colonias españolas. Con Tratados rotos y menospreciados, y el continuo saqueo de sus tesoros, la Nueva España, se asemejaba cada vez más, a un estado maldito por una sublime negligencia, propiciada por el olvido tácito de sus verdaderos problemas, por parte de sus regentes. Las malas decisiones políticas tomadas en el viejo continente, eran como una ola gigantesca, que aprovechaban los países enemigos, y también amigos, de España para hacerla romper en la Nueva España. Nunca pensó Rodrigo que Eulalia podría formar parte, aunque fuera de una manera indirecta, de una lucha despiadada y salvaje de apropiaciones indebidas de territorios.
Mario no fue directamente a la Hacienda, se dirigió hacia unas colinas. A Mario el calor no le hacía mella. Fue a reunirse con un pequeño asentamiento indígena clandestino, que habitaba en las colinas. Después de unas dos horas de discusión con el jefe de ellos, bajó a la Hacienda, donde encontró a Clara fuera de la casa, con cara de impaciencia. Los hombres tenían prohibido entrar en la casa. Clara le preguntó que qué había pasado, pero Mario no supo qué decirle, hasta que al final, se decidió hablar. --La ama ya no está, Clara. Se ha quedado solo el amo.-- Clara rompió a llorar, tapándose la cara con su delantal.
--Tal vez ésto no hubiese sido necesario ¿no crees Mario? dijo Clara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario