Una vez vi a una niña tortuga, esperando sentada en una azotea.
Me acerqué a saludarla, pero la sombra esquivaba mi alma.
De repente vi un globo asomar por la ventana de su terraza.
Subió tan alto, que ni las estrellas pudieron pararlo.
La niña se quedó muda, y encogió su postura a modo de asombro,
cuando del globo bajó una escala hacia el sol de su esperanza.
La subió poco a poco. Pude contar doce peldaños de cobre y oro,
que se disponían en la línea de sus años.
Cada año que subía la niña, su cara más se estremecía, por ver
como le empezaba a sangrar la herida del que se salva y se va,
de su dolor y de su pena, para refugiarse en la alegría de la sabiduría
de un futuro bienestar.
Un príncipe salió a su encuentro, y le dijo que una margarita le
aguarda dentro, porque ya la rosa se la había puesto en su pecho,
para que dejara de sangrar la herida de su despecho.
Al llegar ella, al corcel de hilos dorados del dulce cesto hecho
de miel, se abrazaron con el decoro de los que se saben Santos,
exhalando ambos sendos suspiros, que como flujo invertido,
hizo de fuego para impulsar sus sentidos, dirigiéndose el globo hacia
el retiro.
Y fue así, como se creó la leyenda de la primera nevada en tierra
desierta, pues al deshojar la margarita en cada paso de baile,
cayeron sus pétalos al aire, y de blanco se cubrió el cielo, donde
la primavera dejó paso por primera vez al invierno.
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