Nuestros pasos en Atocha, cuentan las horas,
para no dejar escapar el humo de las estaciones,
que ardían en la desesperanza de una ayuda de
hora temprana, envuelta en sombrías emociones,,
que ondean en la profundidad de ocultas reflexiones.
Damos ciento noventa y un pasos, hacia
la memoria en la que se envuelve la
dureza de un esclavo del recuerdo de
los asesinados.
Arden entre nosotros, mientras cogemos
el tren hacia el pozo de su infierno,
algunas veces olvidado, por dejar de funcionar
aquel reloj que asoma en la estación, formado
por manecillas de los raíles del ardiente rojo ensangrentado.
Y seguimos caminando, entre los vagones
incendiados, entre humos de un Madrid roto
en su llanto, escondido tras un cilindro de fotos,
locomotora del recuerdo de un pasado.
Dónde los muertos son cada piedra del arcén,
clavadas en nuestros cuerpos, cómo gotas
de mártires de un prócer.
Aún así, todos miramos a ese niño cuyo sonajero
se le ha caído de su regazo, alarma de sonidos
en su trayecto, que semejan los gritos de aquellos pasajeros.
La estación sigue llorando, intentado cambiar las horas
de ese reloj que se paró hace años, entre los gritos, los
suspiros y olor a quemado.
Aún así, todos miramos a esa mujer
que perdida, lee las noticias en aquella parada
de la llamada Santa Eugenia, mientras al paso de su
vista, huyen las víctimas hacia nuestras conciencias,
en busca de nuevas letras en una sentencia.
Pero la esperanza hace que sigamos recordando,
la imprudencia de un terrorismo, que asemeja
la cárcel de aquél, que nunca ha caminado,
en la libertad de las horas de la soledad, de
un cielo estrellado de verdad.
Verdad, de no descanso en la muerte injusta, muerte
de mentes perdidas, hacia el sosiego de aquel amigo
qué ya no volverá, del hijo, de la madre, del
compañero de clase. Lecciones de vidas aprendidas
demasiado tarde, en la estación
de la llama que nunca nos arde.
Por lo que, no nos quemamos, pero sí, ardemos, sin pretenderlo,
con el fuego de aquellos que murieron, explotando en deseos
de una libertad sin miedos.
Mientras las barcas del Retiro, remadas por sus madrileños
semejan a sus muertos, que sacian su sed en las aguas
de aquel estanque, para aliviar las heridas de sus vidas,
cada un once de marzo, disfrutando junto a los vivos
de su recuerdo.
Dónde los trenes del atentado logran llegar por fin
a su destino cada año, gracias a la vías llenas de gentes, que
transforman el horror del pasado, en relucientes vagones
de pasajeros, que encuentran su parada, en el fluir de una
inmortalidad de vidas continuadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario