lunes, 13 de marzo de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE V

CAPITULO V

LA ESPAÑOLA



-La Española pertenece desde hace dos meses a los franceses, con la firma del tratado. Así que debo deciros, señores, que no podemos contar, por ahora, con el comercio de Saint-Domingue. Debemos llevar cuidado, los piratas han apresado dos barcos españoles, y un barco americano ha desaparecido. En él iba John Waldern, amigo personal de Jefferson. Llevaba documentación que comprometía a Geroge Washington, creo que se dirigían hacia Inglaterra. No me gusta tal situación. Los acontecimientos de revueltas se aglutinan. He de deciros también, que en uno de esos barcos, iban los esclavos de Rodrigo. Éste se había comprometido con Juárez para venderlos. Había negociado un buen precio. Por cierto, hay que llevar cuidado, el número de personas a favor de la abolición de la esclavitud aumenta paulatinamente. Las cosas están cambiando, desde la Declaración de los derechos del hombre que promulgó Francia.- 

-La esclavitud es un buen negocio, no creo que se vaya a prohibir nunca. Estoy seguro que esos grupos, están conformados por unos pocos indigentes mentales, que no saben aprovechar los recursos que les ofrece la madre naturaleza y Dios, claro está ¡Maldita sea! la esclavitud es un síntoma de buen dominio y alta consideración hacia la patria. Ya te digo yo, que no tardaremos en ver a un Luis XVII, negociando con nuestra bandera, y será entonces cuando volvamos a recuperar, otra vez, todo San Domingo. España debe levantarse de su propio sufrimiento.-

-Lo de Saint-Domingue, no debe volver a repetirse. Se está intentando por parte de España acallar su perdida, para que no se produzcan más revueltas. Me han comentado que se ha llegado a tal desesperación, que los mismos blancos han actuado como verdaderos salvajes, cuando han matado a sus mujeres, cortando las cabezas de la mujeres esclavas, exhibiéndolas por las plazas un día antes del entierro de las suyas, como acto de venganza. Dios todavía no ha incorporado en su mapa esta isla. La crueldad acontecida allí no conoce límites. Se están produciendo actos de canibalismo, como actos de puro placer, por parte de algunos esclavos. También sabemos que Estados Unidos les está proporcionando armas. Apoya la revuelta.-

Lo único que recuerdo de aquella noche, son los murmullos de aquellos galantes caballeros invitados a cenar, para celebrar el reencuentro con mi padre. Patrick y mi padre no dijeron nada en toda la noche. Mi padre se levantó, se acercó a mí y a los niños, nos dio un beso en la frente, y dispuso con un gesto a Ignacio para que hiciera lo propio. Me cogió la mano y me dijo - Tengo que ausentarme una semana. Eulalia, después tenemos que hablar.- Intentaba recordarlo con su rostro de madurez temprana, pero me era imposible. Su actual rostro de anciano se me había clavado en el alma. 

En el mismo momento que mi padre abandonó la casa, Patrick también se levantó, se dirigió a mí y me cogió la mano, impulsándome hacia arriba. Al levantarme yo, también se levantaron mis hijos. Patrick, acompañó a mis hijos a las habitaciones. -He dispuesto otra habitación para ti, Eulalia. En ella hay más intimidad. Espero que hayas escogido bien las telas de tus próximos vestidos.- Me cogió el cabello con sus dedos. Parecían pequeños rastrillos buscando el brillo noble. -Me gusta el color cobre de tu cabello, la palma de mi mano asiente su roce. Somos de la misma especie Eulalia.- Acercó su cara para oler mi cabello, lo besó y se fue. Mis entrañas refutaban el placer de un corcel, que con avidez buscaba un "tal vez". La culpabilidad no hacía mella en mi alta moral, pues en verdad, Eulalia ya no existía. Lo único que quedaba de ella era cierta magnificencia que proporcionaba la raza blanca de la parte noble de España.

Al día siguiente me enteré que Patrick, había abandonado también la casa. La semana pasó rápida, mis hijos y yo nos dedicamos a explorar la ciudad. Mi acento inglés iba mejorando. Mary nos ayudó mucho. Enseguida me tomó cariño. Me presentó a otras señoras, de aquel lugar, de aquella manzana, como solían designar para indicar un lugar. Al principio, no podía imaginarme que una manzana pudiera valer para tal propósito. Me imaginaba, tal cual, una manzana, y en ella gente viviendo, la primera vez que oí tal término. Vivíamos a las afueras del centro de la ciudad. Parecíamos estar enclavados en un jardín, o tal vez, bosque, perfectamente cuidado. La zona se componía de tres manzanas. En la nuestra habían cinco grandes casas distinguidas, más la de Peter. 

La Dama más importante de ese lugar era Claudia Woolf. Su pelo canoso, evidenciaba la elegancia de quien sabe que posee la gracia de un marido poderoso. Su marido ocupaba un alto cargo político, y conocía bien a Patrick. Tuvieron un hijo que murió en Fuerte Necesidad al servicio de George Washington. Después de eso, cada uno siguió su propio camino. Bien era sabido que John Ferry tenía como protegida a una mulata. Y su mujer Claudia se dedicaba a proteger, pero de otra manera, a jóvenes atractivas de clase media.

Nos presentaron en la calle, yo iba caminando. Claudia llamó a Mary, y le dijo algo algo al oído. Mary se acercó a mí, me cogió del brazo, me dirigió hacia ella, y con la brusquedad que le caracterizaba me presentó. Al escuchar mi nombre Claudia, quedó asombrada. - No me lo esperaba, querida, pensaba que eras de esta zona. Sé de tu situación por mi marido. Algo le comentó Patrick. Patrick es un viejo amigo nuestro. Se puede decir, que nos hace ciertos favores con la Corona Inglesa. Cámbiate el nombre. Una mujer sola como tú, qué ha sufrido tal desgracia... si quieres integrarse en esta ciudad debes... cómo te diría querida, llevar en tu aurora otro nombre que no sugiera ya de antemano, la posibilidad de un rechazo. Me gustaría que fueras mi protegida. No va a estar bien vista tu situación. A Patrick no le conviene. Por cierto, por ahora intenta olvidar tu pasado, si no quieres vivir con ciertas dificultades. Sé que practicáis la religión católica. No te preocupes conozco gente que practica vuestra religión. Todo llegará.-

Asentí con la cabeza, no consideraba otra opción. La marea del pensamiento es ciertamente extraña. En numerosas ocasiones de la infraoctava vida mía, me imaginaba que era cualquier personaje de aquellos a los cuáles yo leía. Me ponía sus nombres, he incluso algunas veces me disfrazaba de ellos, dejando volar mi imaginación. Ahora me tocaba vivir una realidad de cierta temporalidad, que podía llegar a culminar en una vida nunca imaginada. Sinceramente no quería seguir escondiéndome por las noches, para leer aquellos libros que no habían sido aprobados por la Inquisición, por miedo a su condena. Tengo el recuerdo de mi padre arraigado en la infausta memoria, de cuando me hablaba  de su vieja España, con el amor de un despertar de hijo para poder ser amamantado por su patria. Se le iluminaba la cara, como si a través de él un ángel le hablara. Sería sólo por unos meses, pensé. Hice el balance de una situación infastuosa. Latente historia de ser  mujer atada a sucesivos acontecimientos. Acogida y sin rumbo cierto, todo para mí era un misterio.

Pasaron dos semanas, y todavía no tenía noticias de mi padre, ni de Patrick. Empecé a preocuparme. Todos los días iba a casa de Claudia. Estaba siempre sola con los niños, y la necesidad hizo que supiera aprovechar las oportunidades que me ofrecía el destino, por el bien de mis hijos. Me enseñó con desenvoltura el comportamiento que debía llevar un Dama americana en sociedad.  Claudia también dispuso lo necesario para que mis hijos pudieran ingresar en una escuela que estaba en la Calle Peter Salas. Su acceso estaba restringido a los hijos de aquellos que ocupaban altos cargos políticos en Filadelfia. Nunca imaginé, en ese mismo momento, que mis hijos pudieran llegar a estudiar, aunque fuera solo por unos meses, con los hijos de los fundadores de una Constitución. Término que tuvieron que explicarme, por el desconocimiento que prodigaba yo en política. 

Al mes de partir mi padre, Claudia me dijo que ya estaba preparada para mi primera reunión con las demás Damas de la Sociedad de Wilmington. Me hice llamar Lalyam. Mis hijos también cambiaron su nombre, excepto Inés. A Claudia le gustaba ese nombre. Rodrigo quiso llamarse Patrick, a Álvaro lo hicieron llamarse Horace. Sola y prácticamente sin dinero, me decidí aceptar tal condición, por la valentía de no tener nada que perder. Me preparé mi mejor vestido. Un vestido de seda negra, con encajes blancos en el escote, mangas, y en la terminación de la falda. El cinturón era también de encaje blanco. Dispuse que dicho encuentro se realizara en ausencia de mis hijos. Y fue así como sin darme cuenta, me estaba precipitando hacia nuevos acontecimientos que cambiarían mi vida.

Ya vestida y mirándome firmemente al espejo, entró Claudia bruscamente sin llamar a mi habitación. - Querida Lalyam, ya sabes que en este mundo todo tiene un precio. Mi marido siempre me lo repite. Hoy te vas a relacionar con las Damas más distinguidas de esta ciudad. Mírate, tu cara refleja felicidad. Necesito que me hagas un favor. Al entrar en la sala del té, encontrarás sentada a tu izquierda a una joven mujer de cabellos pelirrojos. Lalyam tendrás que hacerte amiga suya. No puedo decirte más. Simplemente que tengas mucha suerte. Si te rechazan no vas a tener otra oportunidad.- Me dio un beso en la mejilla. Me abrazó y se fue.

Tomé conciencia de que no se trataba de una simple reunión de distinguidas señoras. Sus palabras hicieron que cambiara todo en un instante. Barejé, la posibilidad de huir. Me acordé de Lucía y de Rodrigo, y con resignación, y a la misma vez, con cierta alegría, me volví a poner el colgante de la Virgen de Guadalupe, que justamente un rato antes, me había quitado. Al ponerme el colgante, me dí cuenta de que sin duda, Eulalia había vuelto a la vida.

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