La realidad de un sueño
Nació una noche de verano, cuando al irse a
la cama por primera vez a sus 68 años, se cerraron sus ojos de helado de crema,
de azul turquesa. Sus pestañas se tornaron en pequeñas monjas de clausura,
rejando sus ojos para el resto de su vida.
Su almohada se convirtió en agua, y su cama
en la niebla de la mañana. El colchón fue su barca. Cogido del brazo de su
pequeña esposa, su filia, se dirigió al vasto océano cogiéndose a las lámparas
cómo si fuesen remos.
No se percató del gris vaho que envolvía el
cielo de sus sábanas, sólo le mantenía la esperanza de no bajar de aquella
barca, abrazado a su mujer, a su amada.
Quiso protegerla. Para ello le dio a elegir
entre los dos colores de sus ojos, para cubrir sus negras telas. Así es como
surgió la elección de no perderla, en ese lago de mar de melancolía que a veces
nos pinta la vida.
Ella antes de cambiarse de vestimenta le dijo
que esperara a la alta madrugada, montaña de sueños, mezclada con la realidad
más cotidiana. Le prometió que llegada a la cima de la temprana mañana, si
continuaban en la barca, cambiaría el color negro de su falda.
Él le contestó que ya no habría más mañanas,
y ella abrazada a él, le dijo que fuera paciente y que esperara en calma.
El agua parecía quedarse muda ante sus
palabras, queda quedaba, sin movimiento. En la inexistencia de las olas, surgía
la paciencia de dos almas, que formaban un ancla para que esa noche nunca
acabara.
Conforme iban perdiendo la fe las monjas, sus
ojos se iban abriendo, lentamente como papel de caramelo. Su mujer al
percatarse le dio un beso, para volver a cerrar sus ojos y permanecer allí un
poco más de tiempo. Hacía tanto tiempo que no rozaba su tersa sonrisa, que sus
ojos se volvieron pequeñas cámaras de fotografía, para recordar ese momento
todos los días.
Sus besos no pudieron sellar los ojos de su
querido esposo, poco a poco, la gris niebla formó un gran agujero, y el mar
hizo de espejo, reflejando la realidad, de donde aquella barca iba a ir a
desembarcar, seguramente, a un tercer piso de cualquier barrio obrero, para
poder dar sepultura a su dueño.
La esposa, no podía creerlo, ya no vería más
al hombre que le había proporcionado su último gran sueño, el de estar junto a
ella todo un recuerdo.
Pero algo pasó, ruidos se escuchaban en la
distancia, hasta que los médicos lo enchufaron a una máquina. Y ahí, quedo quieta
la madrugada. El mar se confundía con el asfalto de la calzada. Ellos en la
barca viendo en lejanía su vida, a través del espejo de la mañana.
Queda quedaba el agua, para no acercarlos a
la orilla de una muerte temprana. Los dos, juntos, pegados, para volver llenar
de vaho, aquel momento, aquel instante, aquel sentimiento, aquella vida,
alimentada por los dos con una sola sonrisa.
Él era un griego querido por su pueblo,
huyendo de su miseria fue a parar a una tierra sin puerto. Ella era una azafata
que conoció en un aeropuerto, en pleno vuelo. Tan solo se miraron un segundo,
ese fue su encuentro, pero de intensidad suficiente, para que en sus últimos
años, él, la subiera a la barca, para proporcionarle un último paseo.
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