lunes, 6 de junio de 2016

La realidad de un sueño 1

La realidad de un sueño 1


Nació una noche de verano, cuando al irse a la cama por primera vez a sus 68 años, se cerraron sus ojos de helado de crema, de azul turquesa. Sus pestañas se tornaron en pequeñas monjas de clausura, rejando sus ojos para el resto de su vida.

Su almohada se convirtió en agua, y su cama en la niebla de la mañana. El colchón fue su barca. Cogido del brazo de su pequeña esposa, su filia, se dirigió al vasto océano, cogiéndose a las lámparas cómo si fuesen remos. La noche era la capitana, figura negra, para asumir la balanza, entre los sueños y la realidad superpuesta a modo de pantalla.

No se percató del gris vaho que envolvía el cielo de sus sábanas, sólo le mantenía la esperanza de no bajar de aquella barca, abrazado a su mujer, a su amada.

Quiso protegerla. Para ello le dio a elegir entre los dos colores de sus ojos, para cubrir sus telas. Así es como surgió la elección de no perderla, en ese lago de mar de melancolía, que a veces nos pinta la vida.

Ella se cambió de vestimenta sin esperar a la alta madrugada, montaña de sueños, mezclada con la realidad más cotidiana. Le prometió que llegada a la cima de la temprana mañana, si continuaban en la barca, volvería a cambiaría el color de su falda.

Él le contestó que ya no habría más mañanas, y ella abrazada a él, le dijo que fuera paciente y que esperara en calma.

El agua parecía quedarse muda ante sus palabras, queda quedaba, sin movimiento. En la inexistencia de las olas, surgía la paciencia de dos almas, que formaban un ancla para que esa noche nunca acabara.

Conforme iban perdiendo la fe las monjas, sus ojos se iban abriendo, lentamente como papel de caramelo. Su mujer al percatarse le dio un beso, para volver a cerrar sus ojos, y permanecer allí algo más de tiempo. Hacía tanto tiempo que no rozaba su tersa sonrisa, que sus ojos se volvieron pequeñas cámaras de fotografía, para recordar ese momento todos los días.

Sus besos no pudieron sellar los ojos de su querido esposo, poco a poco, la gris niebla formó un gran agujero, y el mar hizo de espejo, reflejando la realidad, de donde aquella barca iba a ir a desembarcar, seguramente, a un tercer piso de cualquier barrio obrero, para poder dar sepultura a su dueño.

La esposa, no podía creerlo, ya no vería más al hombre que le había proporcionado su último gran sueño, el de estar junto a ella todo un recuerdo.

Pero algo pasó, él empezó a escuchar unos ruidos en la distancia. Eran unos médicos que lo estaban enchufando a una máquina. Y ahí, quedo quieta la madrugada. El mar se confundía con el asfalto de la calzada. Ellos en la barca viendo en lejanía su vida, a través del espejo de la mañana. Desapareció el lucero oscuro que dirigía la barca, dejándolos solos remando su templanza, la vida que le quedaba.

Queda quedaba el agua, para no acercarlos a la orilla de una muerte temprana. Los dos, juntos, pegados, para volver llenar de vaho, aquel momento, aquel instante, aquel sentimiento, aquella vida, alimentada por los dos con una sola sonrisa.

Él era un griego querido por su pueblo, huyendo de su miseria fue a parar a una tierra sin puerto. Ella era una azafata que conoció en un aeropuerto, en pleno vuelo. Tan solo se miraron un segundo, ese fue su encuentro, pero de intensidad suficiente, para que en sus últimos años, él, la subiera a la barca, para proporcionarle un último paseo, un momento.


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