miércoles, 9 de marzo de 2016

La crisis de las palomas mensajeras

Salgo del coche para dirigirme al Paseo de la Castellana, mientras me encuentro con Pepa.



--Hola Pepa, dos besos. Discúlpame pero no puedo hablar contigo ahora. He quedado con mi jefe. Me ha dicho que he conseguido un escaño en el callejón de abajo, para poder debatir con las palomas sobre la crisis de los refugiados de las redes sociales. Allí nos juntamos ellas y yo cada viernes. Van hacer una huelga ¿lo sabías? Ellas siempre se han considerado  muy valiosas para enviar mensajes, sobretodo en épocas de guerras. Pero ahora chica, con la crisis, por las nuevas tecnologías, les han hecho un ERE de bancos, y se las están cargando, con la excusa de que tienen no sé qué enfermedad. Pero a mí Pepa, no se me va de la cabeza, que se las cargan porque todavía les hacen competencia a las redes sociales. Ya sabes el miedo...

Sigo caminando hacia el callejón con la única intención de hacer uso de mi escaño, Pepa insiste en acompañarme, un rato más. Pero al intentar acceder al callejón, aparece un niño con una brocha en la mano. Al principio no lo reconozco, pero después me doy cuenta que es el mismo niño que me lleva persiguiendo desde hace unos cuantos años. --¡Pero otra vez el niño del cuarto de kilo!-- le suspiro a Pepa.


--¡Niño deja la brocha, qué  ya me has pintado otra cana en este lado de la cara!-- Le grito al niño del "cuarto de kilo" que nos es otro que el de mi conciencia, cuando no me permite comer, por decirme que mi trasero ya compone el kilo entero.
 --Es borde el niño éste--, le digo a Pepa. --La cana de la semana pasada la pintó el chaval con una tiza que se encontró en la calle. Estaba yo tranquilamente tomando un café, cuándo de repente noto cómo alguien me arranca un trozo de mi mejor instante,  para quedarse con el hilo de vida más interesante, de esa alfombra que adorna mi cabeza. ¡Pero es que no se da cuenta, que el dibujo de mi telar cada vez se difumina más! El caso, Pepa, ahora que lo pienso, es que siempre sucede esto cuándo hago lo que no quiero. Y ¡claro!  por lo que se ve, el niño que llevo dentro se enfada... Coge cada mosqueo...por lo que se venga dejándome blanca.
--¡Míralo, Pepa, que no me deja en paz!-- exclamo mientras me dispongo a subir las escaleras del callejón.
--La semana que viene... voy a ser más lista que este chico, así que me iré a un spa,  porque allí seguro que no se va a atrever a entrar...


El callejón es estrecho y largo, adoquinado en rojo, como una lengua de oso. A mitad del mismo se encumbran unas escaleras hacia el cielo del techo del primero. Allí sigue su paseo el callejón, para tomarse después en el tercero,  su café de encuentros. Mi jefe me llama y me dice que no puede venir. La llamada se corta.

Subo las escaleras, y en plena escalada se cruza una adolescente. Se cruza justo en ese mismo momento, que siempre se repite en cada uno de mis ascensos, cuando el pensamiento, animado por la banda sonora del cinco, te juega la mala pasada, de llamar a la ventana del recuerdo, para decirte, que a la izquierda de cinco rellanos más abajo existe un ascensor, que es más rápido que tus contoneos de piernas y brazos, desapercibidos por cualquier extraño, cómo genio cruel que al principio te concede el deseo del esfuerzo, para después decirte:
--lo siento, pero es que ¿todavía crees "mujer de pelo en pecho" qué porqué subas cinco tramos de escaleras vas alcanzar la meta de obtener la figura de las náyades sin tener a una gimnasia a tu vera? --¡Anda y tira para arriba!-- -me sigue hablando el pensamiento- qué algo haremos con tu cuerpo. Pero esto lo hago porque eres tú, ¡ah! y ya sabes que me debes siete horas de sueño.

Al principio me extraño ante el encuentro, pues la cara de la adolescente me es familiar. Se me antoja un cuadro de Velázquez, tan bello pero tan oscuro al mismo tiempo. La miro, le susurro un ¡Hola, qué tal!. Ella me responde:  --no la conozco señora, no haga esfuerzos, mejor guárdese "el hola" para sus nietos--
--¿Qué graciosa?-- pienso. Al girar su cabeza para hablar descubre por primera vez su rostro. Se me antoja una imagen difusa de una chica que juega a ser grande, mientras que su madre le quita parte de la paga, que su abuela le proporciona los fines de semana, para poder hacer frente a los gastos de maquillaje, para que la niña avance sin más tretas, que la de sus tetas. Aunque lo intento no  puedo guardar silencio ante tal equipamiento de viaje que me ha proporcionado su aspaviento. Le digo con voz suave: --gracias niña, por el consejo, pero todavía no rozo los cuarenta, así que por ahora dejemos de mencionar a los nietos, si no te importa-- Mientras le hablo no le quito ojo, pues con tanta pintura, ya no distingo su rostro de la camiseta. --Señora ¿por qué me mira las tetas?--   -Efectivamente le estaba hablando a la camiseta, y yo sin darme cuenta-
--Lo siento chica, es que ya se sabe, con la edad que tengo, mi vista se pierde por momentos --
--Pero, chiquilla ¿eso que llevas es un colchón? Le pregunto.
--No señora, es un condón, con una almohada de regalo. Me responde.

Me asombro y pienso: pero ¿cómo estoy yo para confundir algo así? ¿a qué me quitan el escaño?

--Te vuelvo a pedir perdón, pero es que se me antojó, no sé por qué... lo del colchón-- Al decirle esto noto como la voz se me transforma en una canción de ratón de dibujos de animados.
--Usted sabrá. Pero yo de usted, llevaría cuidado con lo que hago. Ya sabe señora, que no está bien que una adolescente le de consejos de cómo quitarse "un corsé" a una mujer de cuarenta.--



El cólera hace su aparición, se apodera de mí al darme cuenta que en la batalla de las cien palabras, la mocosa me ha ganado. Noto que mi pecho deja de respirar por una extraña presión, pero me produce una grata satisfacción, porque por primera vez noto el aplauso de mi conciencia victoriosa ante el concurso de la opresión.

Por fin llego al final del callejón y hago uso del escaño. Me siento en él. Es una caja de cartón que juega a ser un balcón. Estoy cómoda y disfruto yo sola --¡Es divertido debatir sola!-- pienso, --fijo que gano la investidura--. Mi cara se alegra ¡Qué bello futuro me espera! A todo esto aparecen las palomas... y les digo:

--¿Hola, cómo va el tema de la huelga?--
--Nada chica, que nos vamos a Turquía. Qué la Merkel nos ha contratado para llevarles mensajes a los refugiados de las redes sociales. No se lo digas a nadie, pero ella dice que nos contrata porque ya no se fía de las tecnologías, y menos de los americanos. Por cierto, nos llevamos tu escaño.
-- ¿Y eso?-- Les respondo con cara de pena.
-- Pues para dárselo a la Merkel. Ya sabes quién no pacta... se queda sin silla-- --Cu, cu, curucucu-- se ríen las palomas.
--¡No es justo!-- Exclamo
--¿Y por qué no has pactado? Me responden.
--No me ha dado tiempo, os estaba esperando.
--Pues vete a Estrasburgo. Seguro que allí encuentras a alguien, por lo menos, a uno de Burgos. Nos tenemos que ir, que nos pagan por horas--
--!Adiós!-- Suspiro, mientras ellas se despiden de mí dándome unos piquitos en la nariz.

Salgo de ese callejón, y me percato por primera vez, que la Calle Mayor de mi pueblo, no es el Paseo de la Castellana. Pero mi ceguera no desaparece, porque intento ocultarla con otras aves que vienen.

Y esta es la historia de cómo se puede confundir la Moncloa de Madrid con un jardín de palomas.




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