lunes, 24 de abril de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE. VII

CAPITULO VII



Mario llegó agotado a la Hacienda. Lo primero que hizo al llegar a ésta, fue buscar a su Señor Rodrigo. - ¿Y el Señor? Clara.- --Ha salido, Mario-- -Tengo que localizarlo, es urgente ¡Venga Clara, vamos, corre. Muévete!- Clara, salió corriendo en busca de su Señor. El amor que le prodigaba ésta a Rodrigo, era conocido por todos. Clara de unos quince años de edad aproximádamente, tenía una belleza indígena descaradamente insinuante para aquella época. Su pelo moreno surcaba ríos de hilos de cobre, encauzados por el sol. Cómo mano de Dios, su larga melena le rozaba la cintura, abrazando sus caderas, saciando así sus carnes prietas. 

Los domingos, después de Misa, Rodrigo solía dispensar asuntos propios de la Hacienda. Reunía a todos sus esclavos que servían en ésta, para distribuirles las tareas e informarles de las futuras visitas, También aprovechaba este momento para darles una pequeña propina, para gastar en los días de fiesta. Siempre dejaba a Clara para el último lugar. Nadie sabía lo que hacían en esos escasos instantes, que le proporcionaba el propio tiempo. Lo único que se podía apreciar por parte del resto de los esclavos, es que Clara salía siempre, con el pelo apartado a un lado, enganchado en el cinturón de su falda. A Eulalia pareciérese que ésto le daba igual. Nunca ésta mostró celos hacia ella, es más, le prodigaba a Clara cierta fe, para ser una simple esclava.

Rodrigo era muy estricto con la imagen de sus esclavos, pues en parte representaban a su Hacienda. No permitió nunca que aprendieran a leer, a pesar de las súplicas de Eulalia, aunque sí, y fue muy estricto en ésto, insistió en que la pronunciación del castellano de aquellos fuera perfecta. Eulalia fue, cómo no, la encargada de tal enseñanza. Todos los domingos por la tarde, después de comer, Eulalia les daba clases de castellano de la Vieja España, así es cómo todos la llamábamos. Además, aprovechaba también, para darles unas pequeñas nociones de historia, tanto mexicana como española. 

La alumna predilecta de Eulalia era Clara. Aprendía rápido, aunque muchas veces se quedaba ensimismada en pensamientos absortos, mirando a un horizonte inexistente. Ciega, por el escozor de una vida que había sido cruel con ella. Sin embargo, se ganó los favores de Eulalia, a quien le pidió que le enseñara a leer. Eulalia aceptó encantada, pero puso solamente una condición: que le pagara en forma de pequeñas figuras de trapo. Eulalia sabía de buena tinta, que en sus ratos libres, Clara se dedicaba a coser estas pequeñas figuritas de trapo, haciendo las delicias de sus hijos, y las de los demás esclavos.

Todas las noches ésta subía a su cuarto, descalza, con la cara desencajada. Eulalia suponía que era por las duras tareas que le encomendaba su marido. Sin embargo, al llegar a su cama, y sentarse en los pies de ésta, su cara poco a poco se iba relajando, y cómo títere con dos cabezas, se disponía, por lo menos una de ellas, a leer, de una manera tan veloz y sublime, que algunas veces los oídos de Eulalia se quedaban adormilados en un sueño placentero, por el meceo de las palabras que le proporcionaba la voz de Clara.

-Rodrigo, Mario te está buscando, parece urgente.
-Clara, estoy ocupado.
-Debes de bajar ya. Conozco a Mario, ha pasado algo.
-De acuerdo, Clara, ahora mismo bajo.

Al salir de la habitación, ha Rodrigo se le calló un real al suelo. Se quedó perplejo, pues nunca había visto rodar así, ninguna moneda. Pareciérase ésta que iba en contra de una inversa gravedad, haciendo pequeños círculos sobre sí misma, hasta llegar a la escalera. -¡Clara, ven!- --Sí Señor- --Recoge la moneda del suelo.- --Sí Señor. Tome Señor-- -Gracias, Clara.- Fue entonces cuando Rodrigo vio a Mario, esperando al final de las escaleras en el piso de abajo. Estaba totalmente extrañado, pues Mario no tenía ordenes de entrar en la casa. Los ojos de Rodrigo, se empequeñecieron. Su rostro reflejaba el inicio de un prematuro sufrimiento. Bajó lentamente las escaleras, sin apartar la vista de Mario, con una mirada desafiante. Mario sin embargo, parecía una estatua opaca por el tiempo, desgastado en movimientos. Hacía girar el sombrero con sus manos, de un lado para otro, como un pigmalión hecho a destiempo.



Rodrigo bajó las escaleras, y le dio un pequeño golpe en la espalda a Mario, y sin mediar palabra, se lo llevó a aquel pequeño cuarto raído por la humedad, cuyo uso solamente estaba reservado para la dispensa de asuntos de máxima importancia. En él se habían fraguado Tratados de diversa índole. Mario estaba impresionado, lo que le hizo cometer un error espontáneo, al intentar sentarse, sin pedir el pertinente permiso antes, en la vieja silla que había junto a la mesa. Justo cuando iba a sentarse, su mente reaccionó, haciendo el ademán de subir bruscamente su cuerpo, e incorporarlo otra vez, para devolverle una cierta postura de dignidad.

-No pasa nada Mario, puedes sentarte.
-Gracias, Señor-
-Dime Mario, qué pasa.
-No sé Señor, cómo decírselo. -Sus manos hacían girar el sombrero de paja, de una manera obsesiva.-  Su mujer... su mujer... se fue.
-Qué dices Mario, qué estás diciendo. Creo qué no he oído bien. -Rodrigo tenía un gesto de complacencia forzado.-
-Su mujer se ha ido con los niños.
-A dónde Mario.
-No lo sé. Lo único que sé, es que me dijo que no le dijera nada. Pero el Señor sabe, que yo le aprecio. Es mi amo. -En ese mismo momento, se mordió los labios.-
-Dime todo lo que sepas inmediatamente.
-No sé más. Solamente que el carruaje se rompió a mitad de camino hacia Champotón. Tuve que dejar a Eulalia y a los niños allí solos, para pedir ayuda. Cuando volví, ya no estaban, habían desaparecido.
-¡Pero qué dices, cómo se te ocurre dejarlos solos, con las revueltas que hay! Prepara dos caballos y llévame inmediatamente a ese lugar ¡Rápido! Gritó Rodrigo con voz enfurecida. 

Durante el camino, Mario se percató de algo insólito para él. Fue la única vez que vio agachar la cabeza a su Señor, y bajar la vista. Éste siempre había mantenido antes, una postura de montura impoluta en movimientos, erguida, elegante y señorial. Sin embargo, ahora giraba la cabeza a ambos lados, dónde solamente se podía apreciar aquella miseria propia de una sociedad, que solo surge cuando está a punto de estallar. Al bajar la vista, Rodrigo tomó conciencia, por primera vez, en su acomodada vida, de esta miseria antes invisible y tan alejada para él.

El poder es un manto oscuro y peligroso, idóneo para el que no quiere ver la realidad que se esconde tras él. La realidad de aquel día fue excesivamente exagerada, pero no desconocida para sus enemigos. Carruajes transportando esclavos, niños indígenas huérfanos escondidos para no ser capturados, como perros abandonados...Rodrigo tuvo, por un momento, que bajar de su caballo. La abominación de su propia  conciencia le hizo descender, para dejar caer sus pies al suelo. Fue en ese momento, cuando se le clavaron los ojos de un niño de piel oscura, que estaba hurgando en las raíces de una palmera. Su dolor le hizo no ser tan distinto a aquellos a los que él llamaba esclavos.

Al llegar Rodrigo al lugar donde se encontraba el carruaje, solo encontró el esqueleto de éste, mullido por los mordiscos de la ira de aquel lugar. Desolado se sentó en una tabla de madera, de las pocas que quedaban.  -Tal vez, ésta hubiera sido antes, según la visión de una esperanza, que no se resignaba a perder una vida pasada, el asiento de Eulalia.- Pensó --He perdido a toda mi familia, Mario. Déjame solo, por favor. Necesito pensar.-- Mario se fue. Fue la primera vez que su Señor le permitió montar a caballo. Mario estaba contento, aún a pesar de los terribles sucesos, pues al fin y al cabo, él no dejaba de ser un mero esclavo, a los ojos de sus señores. Nunca se habían interesado por su vida, ni la de su familia. Mario estaba terriblemente enamorado de Clara, aún sabiendo que le doblaba la edad, y en la maleficencia de su pensamiento, llegó a la conclusión de que Clara era para su Señor, por lo menos en alma.

Rodrigo pasó allí la noche, en la intemperie de unas revueltas cada vez más pronunciadas en el tiempo. Nunca antes le había prestado la atención, que tal vez, se merecían. Para el poder que él tenía no dejaban de ser meras pataletas de esclavos. En ese mismo momento comprendió, que no estaba tan lejana una posible independencia de México. No había servido de nada el intento de aislamiento, como medida de protección por parte de España, para evitar más saqueos, el contrabando, la intrusión de más extranjeros y la venta de información. Los barcos espías estaban a la orden del día. Tendría que posponer su viaje a Pensacola. Tendría que retomar las negociaciones con el virrey Branciforte, para volver a tratar ciertos asuntos. 

Las revueltas claramente estaban apoyadas por los países enemigos para evitar las nuevas consolidaciones de las colonias españolas. Con Tratados rotos y menospreciados, y el continuo saqueo de sus tesoros, la Nueva España, se asemejaba cada vez más, a un estado maldito por una sublime negligencia, propiciada por el olvido tácito de sus verdaderos problemas, por parte de sus regentes. Las malas decisiones políticas tomadas en el viejo continente, eran como una ola gigantesca, que aprovechaban los países enemigos, y también amigos, de España para hacerla romper en la Nueva España. Nunca pensó Rodrigo que Eulalia podría formar parte, aunque fuera de una manera indirecta, de una lucha despiadada y salvaje de apropiaciones indebidas de territorios.

Mario no fue directamente a la Hacienda, se dirigió hacia unas colinas. A Mario el calor no le hacía mella. Fue a reunirse con un pequeño asentamiento indígena clandestino, que habitaba en las colinas. Después de unas dos horas de discusión con el jefe de ellos, bajó a la Hacienda, donde encontró a Clara fuera de la casa, con cara de impaciencia. Los hombres tenían prohibido entrar en la casa. Clara le preguntó que qué había pasado, pero Mario no supo qué decirle, hasta que al final, se decidió hablar. --La ama ya no está, Clara. Se ha quedado solo el amo.-- Clara rompió a llorar, tapándose la cara con su delantal. 

--Tal vez ésto no hubiese sido necesario ¿no crees Mario? dijo Clara.









domingo, 23 de abril de 2017

En la Vía Verde de tu Camino


Ayer pisé una flor de color violeta,
que acabó sobre mi bicicleta. Antes
vivía en un árbol, de frondosas hojas
y de tronco mediano. Sus lánguidas ramas,
parecían lágrimas caídas del cielo, para
tocar el reflejo infierno. Sin embargo, su altitud,
impedía ese baño de laurel, belleza de tu pensamiento.

Ayer pisé, una flor de color violeta,
¿no te da pena, la necrófila pisada mía? Era fresca cómo
cualquier otra flor en primavera, de angélicos timbres
y escoriosos estambres, con rubicundas aguas savias,
que bañan un estigma impenetrable. Sin embargo tu
indiferencia, es causa de mi lamento, pues ¿puede, tal vez,
una flor cambiar su color, para ser sed de tu pensamiento?

La Vía Verde 


Un Céfiro vencido por el sufrimiento, hizo que otra vez,
volviera al suelo, convirtiéndola en la volátil maleza libre de
nuestra propia naturaleza, en forma de palisandros jacintos, para abrazar
a su Apolo ciego. Y te repito, ayer pisé una flor de color violeta ¿puede, tal vez,
qué el esfuerzo de un viento, sea más condescendiente, que el raso de tu vago
pensamiento? Piensa que la flor, pudo pasar a llamarse Azucena o mecenas,
para alumbrar el camino de tu esperado destino, lavanda de penas.




miércoles, 19 de abril de 2017

La puerta de un tiempo

Y en una puerta no concreta para mi alma, hizo nacer un niño estatua, la bienvenida a tu casa vacía de Mojácar. No te conozco, pero tu rocío de lo que fue tu vida, invadió mis ansias, aunque sé que mi espera es vana, por culpa del tiempo, que hace años robó mi sueño, aún yo sin saberlo, pues es él, el que me impide ahora la entrada a tu casa, al convertirse, en su embargador dueño.

y...





Vi la puerta cerrada, pero ahí estaba la estatua,
sabiduría de agua salada. Sabía que si entraba a
tu casa, primero debía de ser bautizada, por el influjo
del aire, que proporciona la pequeñita membrana,
que sale del cuerpo inerte de esa figura, en forma
de arrugada rama.

Qué mal he hecho yo, para que tanto placer invada
mi cara? Pues tu desahogo para eliminar tus malicias,
que ya no te son tan necesarias, en forma de turbulentas vías,
hace que me piense beber de tu agua, para poder entrar
a tu casa, mi hogar, si me recibes con tu sonrisa al entrar,
pues las bendiciones, hacen nacer, lazos comunes del saber.


Y ahí estoy, en la puerta, mirando tu Manneken. Pensando,
si de verdad, es oportuna la entrada a tu hogar, paraíso que
confiscas cada mañana, pagando con el agua inventada,
del rocío de tu casa, porque para saber cuál es la verdad,
de lo que llamas tu vida, primero tengo que saber cuál es
tu mentira, que tan bien haces expulsar, a través de ese niño virginal.


Quedo en la puerta, presto en paciencia, tiempo de espera,
que como una flor de amplias espinas, araño tu prisa.
Pues la vida si te conociera fuera más brisa, pues la muerte
si no lo hiciera, se convirtiera en la tortura de unas simples
aguas limpias, que transparentan colgantes de ilusiones
rotas, por no conocer lo que hubiera sido tu sonrisa, para mi vida.

viernes, 14 de abril de 2017

Doce claveles rojos

Techos de cartón

(Para que dejen de existir casas sin techo)

Doce claveles rojos cubren mi hiel,
doce sábanas blancas me arropan cada día,
doce amores de color oro, son mi manantial
de olores y aromas, que endulzan mi paladar,
para dar sentido a un alma, que aclama su lugar.

Doce discípulos corren para la agonía de la alegría,
porque creen volver a nacer, de su encuentro cada día.
Doce discípulos que se limpian sus pies, para poder
correr, por la vida del día después, cómo pequeñas
gotas de lluvia, que impiden al alma no ver su amanecer.



Doce voces que me llaman cada día, para susurrarme
al oído, que el amor se esconde en un rincón, del que no se deja ver, porque el amor es tu piel, para que puedas
comer, del aire y del tiempo de un pasado que se
encuentra con el presente, para darte su pequeño regalo.


Doce razones que nos ayudan a creer que el amor existe,
porque no puedes respirar, ni oler, ni ver sin él.
Doce ojos de alta vana en susurros y sollozos, que hacen
que ustedes sean el alivio, del que nace de un tren para poder
volver, a un pueblo de pescadores de alma rota, por llegar a comprender.

Doce murmullos de mi sin razón, que aclaman un lugar
en mi corazón, para que no sienta en mi piel el atardecer.
Doce amantes que me ayudan a levantarme, para que
pueda ver, la sencillez de un mundo que está a nuestros
pies. Porque es así, para el viajero de ida, en la madrugada de su vida.


domingo, 9 de abril de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE. VI


CAPITULO VI


Lucía Inmaculada de Guzmán



-!Rodrigo deja de mirar! ¡Por Dios, es tu mujer! Dijo George.
-Mírala George, está disfrutando. Estoy seguro de que sí. Ha gemido ¿verdad? Es como todas.

-Eso era lo que tú querías. Qué pareciera una vulgar mujerzuela, para poder irte con tu esclava favorita. O tal vez, simplemente se trata de dinero. Es eso, dinero. He oído que la viuda de Juan Ignacio, está de buen ver, y cuenta con una enorme fortuna. Y desde luego pienso, que estás en deuda con ella, desde la muerte de su marido.

-¡Calla! ¡No seas ignorante en asuntos de faldas de la Nueva España! No es nada de eso. Le he sido fiel a Eulalia. La quiero. Pero mis genes son débiles. Mira a mis hijos. Rodrigo, parece más una delicada niña que un hombre. Álvaro siempre está enfermo, e  Inés. Mi querida Inés, sin embargo, va a disfrutar de la belleza de su madre. Pero es mujer, y no me sirve. Sólo me sirve para casarla. Y te puedo asegurar, por mi experiencia, de que no es nada aconsejable confiar en un hijo político. Sabes George, yo no sé si realmente soy hijo de mi padre, "el gran Conde de Guzmán", y pienso sinceramente, que ni tan siquiera él,  y estoy totalmente convencido de lo que te digo, supiera quién fue el suyo. Cuando el poder de la política, se mezcla con las raíces de una familia con pocos escrúpulos y muy ambiciosa, la sangre de los hijos, poco importa, lo único que importa, es que éstos sean lo suficientemente válidos, fuertes, bravos estrategas... cómo para luchar por un país, un reino o una simple hacienda ¡Mis hijos no me sirven, quiero uno nuevo! Qué de su nombre haga yo, el orgullo que llevo dentro. Eulalia es la madre perfecta, solamente hay que verla. Patrick es el hombre perfecto.

-Sí, Rodrigo, además, sé de buena tinta, que está encaprichado de tu mujer. Cada vez que viene a Campeche, la sigue cuando sale de tu Hacienda para dirigirse a su antigua casa, a ese jardín, creo, el de la plazoleta, si no me equivoco. La adora. Ella no se percataba, pero mientras ella les lee a los niños de esa plaza, o cuando les organiza esas pequeñas y humildes representaciones en sus teatros inventados e improvisados, él la observaba, con auténtica devoción. 

-Por eso estoy con ella, George. Sabes, le encanta representar a Lópe de Vega, a diferencia de su padre, que se declinaba por Quevedo. Salvo en aquellos días, en los que nosotros discutimos. Es entonces, cuando, para hacerme enfadar más, les representa la leyenda del Certamen de Homero y Hesíodo, dónde yo claro está, soy Homero.

- Patrick está bajo mi protección. Y te puedo asegurar, que mis motivos, para estar hoy aquí contigo, difieren mucho de las intenciones, que me acabas de comentar. Mi gesto es noble, no está manchado por ninguna suspicacia de la baja infamia. No se merece tan costosa empresa tu mujer. Eulalia es inteligente Rodrigo, ten cuidado, no sea que la Inquisición te la lleve a la hoguera.

-Eso solamente va a depender de ella. De su suerte, y de que no interfiera en mi vida.

-¿Has leído la carta de Carlos, George?  

-¿Estás seguro de que quieres traicionar a su padre? ¿Al rey?

-George, mira México. Cada vez hay más revueltas. Hay que saber adaptarse a los tiempos. A los ilustrados franceses por ejemplo. Todo es cambio. Carlos está preocupado. Ya no lo dejan gobernar. Mira lo que ha pasado con Argelia.

-Tú has tenido mucho que ver con las expediciones de Barceló. Suculentos tesoros berberiscos han desaparecido. Carlos está indignado. Y  pretendes que pase lo mismo aquí, en México. Pero esta vez, ¿con quién? ¿con los ingleses o con los franceses? Tu ambición Rodrigo no tiene límites.

-Sí, pero yo puedo serte de gran ayuda George, mientras mi Rey confíe en mí. También cuento con la confianza de su hijo Carlos, el futuro Rey. Me ha costado, no creas. Estamos instruyendo a Godoy, para que en un futuro sea nuestro mejor aliado en las intrigas palaciegas. Quién sabe, a lo mejor un día, llegas a ser tú,  presidente. 

-¡Calla! No vuelvas a pronunciar esas palabras. Sabes que no pueden reconocerme. Estaríamos acabados los dos. Si hoy estoy aquí, es porque quiero lo mejor para ambos países. No estoy de acuerdo con tus estrategias, pero evidentemente, en los tiempos que corren en estas tierras, no se deja nunca de estar en guerra.

-No te preocupes, estamos aquí para eso. Yo te paso información sobre México, y tú me ayudas con mis negocios.

-Querido Rodrigo, estás subestimando nuestra fuerza. Nosotros contamos con un pensamiento libre, diferente a vuestro viejo Continente. Yo personalmente, cambiaría de ambiciones, si quieres que nuestra amistad dure.

-Siempre tan ingenuo. Ya te pasó algo parecido con Lee ¿cuántos hombres perdiste, en aquella batalla? ¿Dónde fue? ¿en Monmouth? Patrick te estará esperando. Eulalia debe estar ya en sus aposentos. Espero que sea varón con unos enormes ojos azules. Tengo grandes planes para él. En las únicas personas en las que se pueden confiar plenamente George, son en los hijos. Tal vez, te lo mande como pupilo tuyo, George. No subestimes a los españoles. Algún día, volveremos a ser ricos en estas tierras, sin temer vuestra influencia.

Rodrigo se dirigió hacia la habitación de Eulalia. Estaba a punto de amanecer. Con una suave caricia, le apartó el pelo que le tapaba la cara. 

- ¿Estás cansada, querida? Pareces mareada. Mírame a los ojos. Te veo distinta. Una noche larga supongo.

Ella permanecía callada. En su cabeza sólo llegaban los recuerdos de aquel hombre misterioso, que con tanto rigor le había devuelto a la vida. Pensaba una y otra vez, en sus besos. No podía recordar con nitidez. Estaba demasiado soñolienta. Dejó que los labios de su marido, en forma de besos, lavaran las huellas de aquel hombre. Cerró los ojos, y fue tan alta la presión que sentía en su sien, por el placer que le proporcionaba, la caída lenta del aliento de Rodrigo en su piel, que creyó que se iba a desvanecer. Imágenes en remolino, le sucedían, unas tras otra. El olor de la escarlata de su piel refutaba el calor de una pasión casi inventada. Todo parecía sobrecogerse en los ánimos de una aventura no buscada ni pedida. Sintió un dolor impúdico en su cuello. Rodrigo le estaba haciendo daño sin querer. Pareciera, en ese instante, que iba a separárselo de su cabeza, como manzana que es arrancada de un árbol, en un día de terrible sed. No llegaba a comprender el por qué de no poder abrir sus ojos. No es que no quisiera ver a Rodrigo, es que no podía dejar de ver la sombra que tan fervientemente se posó sobre ella, unas horas antes. Después de media hora, Rodrigo se marchó de la habitación. Ella no pudo mediar palabra alguna. Tampoco pudo discernir con exactitud el comportamiento de Rodrigo.

Ocho meses después nació Lucía. Rubia con grandes ojos azules. Volvió a reconocer en su hija, ese mismo olor familiar, que unos meses antes le había invadido.  La luz encandilaba los ojos de la niña, por lo que se puso a llorar. En ese momento, llegó Rodrigo. Se acercó a Eulalia, y le gestó un generoso beso en la frente. Se sentó junto a ella, acariciándola lentamente. Por primera vez, Eulalia vio a Rodrigo realmente emocionado. Al ver a la niña, la piel de Rodrigo se tornó de un excesivo color pálido. Comenzaron a temblarle las manos. Su cara estaba invadida por la alegría.

- El destino me ha sido fiel, Eulalia ¿Cómo quieres llamarla? Me gustaría que se llamara Inmaculada. Si bien recuerdas, fue el nombre de mi hermana. 
- ¿La que murió? Fue un accidente, Rodrigo. Lo sé porque lo comentó mi padre.

Eulalia suspiró de una manera inusual para ella. El desazón de su pecho no se hizo esperar, empapando con el primer calastro el camisón. La luz se hacía cada vez más intensa. Era verano y el calor era sofocante. Eulalia no cesaba de sudar. Rodrigo tuvo un inusual gesto de cariño. Cogió un paño y le secó el sudor de la frente.

-Me gustaría llamarla Lucía, dijo Eulalia. Lucía Inmaculada de Guzmán. 

Eulalia sabía, que si llamaba a la niña Inmaculada, la iba a perder enseguida. La niña jamás tendría identidad propia. Sería el espectro de Inmaculada de Guzmán. Vagaría simplemente por el mundo de Eulalia, pues el padre, de alguna manera, la apartaría de ella, haciéndola cada vez más suya. Efectivamente el destino hizo, que la niña tuviera unos rasgos parecidos a los de su tía. 

Inmaculada de Guzmán, fue muy querida en Campeche. Era muy distinta a todos sus hermanos. De alto linaje, su presencia y su educación era carta de presentación para su familia. Estilizada como el pincel de Tiziano, su rostro pareciesele precisamente al de una Venus Anadiomena.  Así aseveraba su propio hermano, cada vez que la veía acicalarse tras el cristal. Tuvo numerosos pretendientes, pero solamente uno fue el elegido por el Conde de Guzmán. Un francés llamado Zizan Louis. 

Zizan Louis era un rico noble francés, un primo lejano de Luis XVI. El casamiento además de haberles proporcionado una gran fortuna a los Condes, les hubiera permitido también un contacto directo con la corte francesa. Un día de verano de 1773, Inmaculada salió a dar un paseo con Zizan Louis, por la Hacienda de sus padres, aprovechando insólitamente el frescor del medio día. El calor era someramente soportable. Tras pasear una hora y media, las nubes se disiparon rápidamente. Los dos jóvenes, empezaron a sentir una repentina indisposición. A Inmaculada no le dio tiempo a reaccionar. Anduvieron lo suficiente, como para alejarse de cualquier refugio de sombraje. Los dos jóvenes decidieron volver, pero Inmaculada cayó desplomada al suelo tras media de hora de camino. Su decoro, le impidió liberarse de cualquier tipo de prenda que en ese mismo momento vestía. Zizan Louis, intentó socorrerla. La cogió en brazos, pero le fue imposible continuar con ella. 

El castigo del sol fue atroz. Sus latigazos en ningún momento, permitieron cualquier tipo de redención por parte de los dos jóvenes. No tuvo más remedio Zizan que dejarla tumbada al sol durante una media hora, que fue el tiempo que tardó en regresar a la Hacienda para pedir ayuda. Rodrigo era el único que estaba allí. Sus padres habían salido de viaje. Tras escuchar los alaridos de Zizan, aquél salió rápidamente en busca de éste. Zizan no pudo sino decir el nombre de Inmaculada. Y cayó pensativo al suelo, mientras Rodrigo sin mediar palabra cogió su caballo, dejando solo en el pórtico a Zizan. Fue en ese instante cuando Zizan, le indicó con su mano el camino a seguir.

Al llegar Rodrigo al lugar donde se encontraba su hermana, ya era demasiado tarde. Efectivamente Inmaculada seguía allí tumbada. Un coyote le estaba mordiendo las enaguas por la zona del vientre. Le había desgarrado ya, algo de carne. Rodrigo lo apartó como pudo con la fusta de su caballo. Inmaculada todavía seguía con vida, por lo que Rodrigo decidió subirla rápidamente sobre su caballo. La llevó suavemente abrazada durante todo el camino. Al llegar a la Hacienda, Inmaculada dejó de respirar. Rodrigo la bajó del caballo, y sin dejar de abrazarla, se quedó allí sentado durante un buen rato, con la mirada perdida en el horizonte.

Rodrigo estaba muy unido a su hermana. La adoraba. Su fervor hacia ella era enfermizo. Quiso una vez pintarla como a una Venus. Ella se negó. Le dijo que cuando cumpliera los veintiuno, tal vez, le permitiría ese capricho. La casualidad quiso, que la enterraran el mismo día de su veintiún cumpleaños. Rodrigo jamás se recuperó de aquella tragedia. Algunas veces en el calor de nuestro lecho, cuando se disponía a emplazarme, me susurraba en el oído su nombre. Y era entonces cuando más fuerza tornaba en mi vientre, como el mordisco de un coyote.