CAPITULO IV
Wilmington
(Un mes más tarde)
Nunca vi telas tan hermosas como las de aquellos vestidos tan elegantes. Iba mareada todavía por el viaje. Patrick estaba a mi lado. Por un momento cogió mi mano. No tuve fuerzas para soltarme. Agradecí la hermosa candidez de un gesto temporal, o tal vez, temprano. Mis hijos estaban de pie junto a mí. Miraban fijamente la mano de Patrick. Rodrigo tenía el mismo gesto de odio que tuvo su padre justo antes de mi partida. Llevaba un mes sin verlo, pero todavía podía ver su rostro en mi mirada, sobretodo cuando ésta se perdía en la nada buscando la voz de Lucía.
-Patrick, Wilmington es perfecto para nosotros.- Le susurró Davis a Patrick en el oído. Patrick hizo un gesto de complicidad, asintiendo con la cabeza. Después le ordenó que volviera al barco. Davis era el primer oficial a bordo del barco. Sin soltarme la mano, giró su cabeza para poder hablar conmigo. El murmullo del gentío era insoportable.-Eulalia, pasaremos una pequeña temporada aquí, no te importa ¿verdad? Tenemos que resolver unos asuntos-. Me extrañó la cortesía de Patrick. Sólo hacía un mes que lo conocía - ¡Pero! ¡no tengo nada, Patrick! -No te preocupes Eulalia, todo va a salir bien.- El bien sonó como una sentencia pura y firme. Mi cara cambió de gesto. Sentí un alivio que me recordó, a una versión lejana de mi propia vida.
-Ven conmigo.- Dijo Patrick. Mis hijos inmediatamente comenzaron a andar posicionándose al lado de Patrick. Me quedé la última, con cierta expresión de sorpresa. Mi voz no salía de mi garganta, por lo que, apretándome el alto vientre, me dispuse a seguirlos, cómo última ave que sigue a su bandada en pleno vuelo, para no perder el rumbo de su nuevo destino.
Caminamos un cuarto de hora. Las calles eran amplias, aún así, perdí la orientación. La delicadeza de la piel de las Damas era sutilmente perfecta. Agachaba la cabeza cuando pasaba al lado de ellas, en un gesto de sumisión, dada mi precaria situación. Iban acompañadas de Damas negras, de esclavas, de ojos tan intensos como el vasto desierto de México. Mi padre me había enseñado que todas la mujeres eran Damas. Era la primera vez que salía de México, y mi mente era un devenir de sus sucesivos recuerdos. Intentaba imaginarme a Lucía jugando con mi madre, cada vez que mi mente me lo permitía. Por lo menos sabía, que en su prolongado descanso junto a mi madre, le acompañaría una cruz blanca sobre su cabeza.
Durante el viaje en barco, Patrick terminó por enseñarme su idioma. Evidentemente, yo ya tenía algunas nociones por las amistades de mi padre y de mi marido. No me resultó difícil aprenderlo. Patrick fue muy paciente conmigo. Mis hijos a base de hablar con él también tenían algunas nociones que después perfeccionarían.
Un carruaje nos hizo parar de repente. Se había hecho de noche. Patrick inmediatamente me cogió y me impulsó hacia él. A continuación subieron mis hijos, y por último él. Se sentó a mi lado. Mis hijos se dispusieron a descansar para aprovechar el tiempo del trayecto. Patrick me volvió a coger la mano y no la soltó hasta que paró el carruaje. Llegamos a una casona que estaba en las afueras de la ciudad. Estaba rodeada de otras casas semejantes. El olor fresco a hierba me recordaba a aquel rincón perdido del jardín de mi infancia. ¿Qué será de mi padre? pensé. Durante un pequeño instante mi pensamiento fluyó en el devenir de su imagen y la de Ignacio en España, los dos solos, luchando por una supervivencia diaria, en ausencia de la asumida comodidad de una vida robada.
-Ignacio debe ser un hombre ya, por lo menos veinte años debe tener. Pobre padre, la soledad ha invadido su vida para poder criar al hijo de Rodrigo.- En ese momento, la furia se mezclaba con la sangre de mis venas, invadiendo la rabia todo mi esfuerzo. Patrick tuvo que notarlo, pues fue en ese mismo instante cuando me soltó la mano.
Éste subió las escaleras de la casa. Ésta era de color teja, de grandes balcones blancos, decorados con visillos de seda azul. Contaba con dos plantas y una buhardilla. El olor a humedad me era familiar, pero a la misma vez desconocido en su aspecto. Me giré antes de subir a la casa, para investigar sobre aquellos misteriosos olores. Había una especie de carriles que semejaban calles pequeñas, pegadas a las casas. De entre los baldosines refutaba hierba de un intenso verde. Para mí era algo totalmente extraordinario. Me quedé perpleja. La casa contaba con un pequeño jardín en su entrada y una escalera de unos diez escalones para poder acceder a ella. El jardín estaba totalmente abatido, denotaba el vacío cómo propietario de una prologada estancia de tiempo.
Subí las escaleras. Patrick ya había entrado en la casa. Me estaba esperando al final del salón principal. El olor dentro de ella era semejante al de una Iglesia. Un olor que refuta esperanza, pensé. Para mi sorpresa la casa estaba habitada, por todos los utensilios que pude ver en ella. -Eulalia, debes descansar. -dijo Patrick- Mañana va a ser un día agotador para ti. Tienes que comprar ropa, comida, en fin, lo que tú creas conveniente para abastecerte. Como mínimo vamos a estar unos cinco meses hospedados aquí. La casa es grande, no creas. Mira sus balcones, los muebles son de roble. En la cocina caben por lo menos quince personas. Y aguarda una sorpresa dentro de ella. Estás agotada, mi preciosa Eulalia. Es de noche. Elegid habitaciones y disponeros a dormir. Las habitaciones están en la primera planta. Yo dormiré aquí abajo. Nadie nos conoce. - Y cuando se disponía a salir por la puerta sonó un -Todavía-.
Acosté a los niños. No recuerdo más. Solamente que me quedé dormida en la cama de mi hijo Rodrigo. Mi último recuerdo fue, cuando me dispuse a darle su último beso del día. Al abrir los ojos me lo encontré abrazado a mí. -Mi pequeño osito perezoso-, pensé. Tenía la misma mirada de su padre. Sin duda iba a ser un muchacho bien parecido. Salté de la cama rápidamente, asustada por la tardanza de mi madrugada. Salí corriendo por el pasillo para dirigirme a las escaleras, cuando de repente choqué con Mary, una dama negra, de gran corpulencia y altura. De rasgos nobles, sin duda. -Buenos días, Señora.- -Dijo ésta- Me han dicho que tengo que ayudarles con el baño.- -¡Baño! ¡Qué baño!- Pensé. Había pasado tanto tiempo en el barco, que ya no recordaba lo que era asearse, o tener intimidad. De repente, tragando saliva y disimulando, le respondí - -¡Claro, el baño! ¡qué tontería!- En ese mismo instante, ella soltó una gran carcajada. Se había dado cuenta de que yo no sabía lo que era un baño. Para mí era algo inconcebible. Yo solía utilizar barreños para nuestra higiene personal.
-El baño está al final del pasillo, señora Eulalia. Además, cuenta con un espejo que llega hasta el suelo. Le va a venir muy bien, créame, no sólo por el olor que la señora desprende. Por cierto señora, tenga cuidado con su acento mexicano, aquí no son muy bien recibidos, y perdone por el atrevimiento, pero me cae bien la señora, además la señora es negra como yo.-
Mi enfado no contempló límites cuando de un portazo cerré la puerta del baño. Era la primera vez que una criada me hablaba así, con ese descaro. Mis hijos inmediatamente abrieron la puerta, soltando grandes carcajadas también. En ese mismo momento Inés preguntó por Lucía. Se hizo un gran silencio. No supe que decirle. Rodrigo se agachó y cogió a Inés y le dijo -Lucía también está en otro baño ahora mismo, pero lejos de aquí, muy lejos de aquí. Al incorporarse Rodrigo quedó muy sorprendido, haciendo gestos de alegría, señalando hacia una especie de fuente, que después todos llamaríamos bañera. Inmediatamente se metió dentro de ella. Inés y Álvaro fueron tras él, dando un pequeño salto para impulsarse y caer de cabeza. Los tres jugueteaban dentro de ella cuando llegó Mary con calderos de agua, y sin mediar palabra los vacío sobre sus cabezas. Después sacó unas pequeñas pastillas de jabón y las lanzó hacia el agua. De repente se desprendió un olor a jazmín por toda la casa, provenía de las pastillas de jabón. Mary, me miró y dijo en voz alta y con cierta ironía -Empiece a desnudarse, después le toca a usted- Me desnudé enfrente del espejo. Mi cuerpo, aún ensangrentado y sucio, denotaba todavía cierta elegancia y belleza.
Los niños salieron de la bañera pasada una media hora. Mary se ocupó de vestirlos inmediatamente, por lo que ahora me tocaba a mí enfrentarme a aquel barreño gigantesco. La inseguridad invadió todos mis sentidos. Sentí miedo. Parecía que ese objeto resbalaba. Además tenía que estar tumbada, y desnuda ¡Por la Virgen de Guadalupe! ¡qué ocurrencia! Metí un pie y después el otro, y sin mediar el tiempo, me vi con todo el cuerpo tumbado en suelo de la bañera. Fue un buen golpe, sin duda. No se si me dolió más la caída de mi cuerpo contra el frío mármol, o la caída del agua ardiendo sobre mi cabeza. Mary soltó nuevamente otra carcajada. -Señora ahora parece que está desteñida- dijo con sarna. Ésta vestía siempre de negro, por lo que muchas veces sólo podía distinguir de ella sus ojos o sus dientes. Una vez por la noche, me choque contra ella, con tanta fuerza que cayó al suelo, y eso que la tenía enfrente. A Mary le hizo mucha gracia, y fue en esa ocasión cuando me dijo -Además de desteñida, ciega.-
Cerré los ojos por un instante e introduce mi cabeza dentro del agua. Escuché la puerta abrirse lentamente. Enseguida cesó el ruido. Me incorporé, sentándome en la bañera. Vi claramente la figura de Patrick en la puerta. Me estaba observando descaradamente. Me quedé perpleja e inmóvil. -Vístete o llegarás tarde.- Aseveró. Me miró de arriba a abajo y se fue. Jamás pensé lo que suponía ser mujer hasta ese momento. Siempre había estado bajo el yugo de mi padre o de mi marido. Ese yugo había desaparecido de repente, por lo menos en ese momento. Tardé varios minutos en reaccionar, en tomar conciencia de la nueva situación. Estaba a merced de Patrick.
Me vestí, y nos fuimos los niños y yo al centro de la ciudad. Patrick nos dejó bastante dinero. Había una tienda con ropa hecha. Simplemente no podía creerlo. Yo estaba acostumbrada a mis costureras. Parecíamos mis hijos y yo ratoncitos enfrentándose a un mundo de experimentos humanos. Era una ciudad muy viva, con jardines verdes, y muchas fuentes con agua. La humedad del ambiente aliviaba nuestras pieles agrietadas por el sol y el viento. El devenir de sus gentes era continuo, y el trasiego de personas buscando oportunidades también. Afortunadamente mis hijos y yo nos defendíamos con el inglés, por lo que pudimos comprar con cierta tranquilidad, aunque he de admitir que nuestro aspecto, llamaba la atención de los ciudadanos de Wilmington, confundiéndonos con mestizos mexicanos, por lo que en alguna ocasión nos atendieron con un cierto trato inadecuado.
Al entrar en una tienda de telas pude escuchar una conversación entre dos mujeres. -Mi hijo se va a Chapel Hill a estudiar.- Dijo una de ellas. La otra le respondió -¡A la universidad, claro! ¡Qué suerte tenéis! la han construido hace poquito.- -Sí, Charles, ha tenido mucha suerte.- Yo conocía de la existencia de la Universidad de Salamanca por Rodrigo y mi padre, por lo que en ese instante miré a mis hijos, Rodrigo y Álvaro, y pensé que ellos podían llegar a ser Charles. Mi cara se iluminó. Yo ya sabía que no iba a regresar jamás a México, por lo que debía de pensar en el futuro de mis hijos cómo si no existiera un padre para ellos.
Oí una discusión a lo lejos. Era Patrick con un señor. Después nos enteramos que éste era de Texas. Mis hijos y yo seguimos a Patrich durante un largo rato. Estaba bajando la mercancía del barco. Parte de la mercancía llevaba el sello de mi Hacienda, y parte de ella se la llevó ese extraño hombre. Por un grito de Álvaro al chocar conta Rodrigo, Patrick nos descubrió. Se dirigió hacia nosotros, y con gestos trémulos, nos dispuso un carruaje para llevarnos de nuevo a esa casa. -Aguarda allí, qué enseguida nos vemos. Tienes una sorpresa, mi querida Eulalia.-
Estaba absorta en mis pensamientos, cuando de repente alguien abrió la puerta del carruaje. Me ofreció su mano para bajar, aunque yo no sabía qué hacer. Dudé en tomársela o rechazársela. Pero, ¿y si era Patrick? Tomé aquella mano. Al dirigirme hacia la puerta pude ver la cara de ese señor. Se trataba de un chico moreno, muy atractivo. Callé. Bajé del carruaje, sin soltar su mano. Al bajar yo , hizo el mismo ademán con mis hijos, bajándolos de uno en uno. Nos agrupamos los cuatro frente a él. Estaba serio y distante. Después ayudó al cochero a bajar todos los paquetes que habíamos comprado. Le pregunté que quién era. No dijo nada. Simplemente esbozó una pequeña sonrisa.
Entramos en casa, el cochero nos ayudó a meter los paquetes que habíamos comprado. Los dejó en el suelo con cierto desdén y desorden. Mary apareció de repente. -La cena está servida- me dijo. Yo le respondí con cierto desagrado. - Mary no esperaba que la cena estuviera servida en hora tan temprana. Por favor haz lo que tengas que hacer, mientras yo y los niños nos cambiamos para la cena. No te preocupes Mary, enseguida bajamos.- Estando arriba escuché murmullos y risas contenidas. Bajamos enseguida los cuatro. Al dirigirnos hacia el salón principal, los ruidos inesperadamente cesaron. Al entrar en él, vimos a Rodrigo sentado presidiendo la mesa. Escuché la puerta cerrarse. Me giré para ver ese ruido tan insólito. Y fue entonces cuando vi a un hombre de avanzada edad, sujetando una gran copa de coñac. Junto a él el joven que nos había ayudado a bajar del carruaje. Ahora estaba más relajado. Callé durante unos minutos, para después decir con una inusual tranquilidad que cegaba más que asumía:
-Padre ¿cuánto tiempo? Has cambiado mucho ¿Él es Ignacio?-
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