CAPITULO III
CHAMPOTÓN 1795
El carruaje paró tres veces. Prácticamente ni me percaté, pues no podía pensar en nada que no fuera Rodrigo. Metí la mano en mi bolsillo, cómo hurón que busca en su madriguera, para percatarme de que efectivamente llevaba mi pequeño manuscrito dentro de él. Siempre lo llevaba encima, pues en él escribía todos aquellos fragmentos de escritos que me habían aportado algo de luz, en mi búsqueda del conocimiento del saber. A Rodrigo no le gustaba que yo leyera tanto, me regañaba diciéndome:
- ¡Un día vendrá la Inquisición por nosotros! ¡Nos puedes meter a todos en un lío!
Y yo le respondía con el mismo verso de sor Juana Inés de la Cruz:
"Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis.
Después se calmaba, agachando la cabeza, musitando en silencio recuerdos de un desorden de lo ordinariamente establecido, besando mi frente de madurez temprana, en un gesto de concordia de perdón, que no lograba saciar. Las ansias de mi pecho se llenaban entonces, al ver que con sólo un verso se podía ganar una batalla. La batalla de un beso.
Mis hijos, se quedaron durmiendo, yo les pasaba la mano por sus pequeñas espaldas. Lucía, Álvaro, Inés y Rodrigo, contaban con la edad de cuatro, seis, ocho y diez años respectivamente. El carruaje paró de golpe, quedaba poco para llegar a Champotón. Miré por la ventanilla. La suciedad me impedía ver con claridad. Todo quedó en silencio. Mi respiración se agitaba en mi vientre, cómo un huracán que no encuentra la vertiente. Agaché a mis hijos con un gesto de autoridad, sin dejar de mirar por la ventana. El cochero elevó la voz, y me dijo:
-Señora, no se mueva de su asiento, se ha roto el cabestrillo. Tengo que ir a pedir ayuda. Tardaré una media hora. No se apure, enseguida vengo.
El cochero era un mestizo de unos treinta años, bien parecido, aunque de talle pequeño. Se llamaba Mario, y trabajaba para mi marido como recadero. Me costó convencerlo para ir a Champotón, pues no se terminaba de creer, el plagio de mi verdad subtitulada de compras de telas de sedas y encajes, necesarias para la próxima sesión de bailes que en verano iba a organizar Rodrigo, para aumentar, según él, la cultura de la política criolla, en representación de su Virrey. Sinceramente sólo quería pasar unos días sola, para poder pensar en la autenticidad de Rodrigo, porque el mar de su mentira, ya había bañado mi mente. Deseaba darle una oportunidad, cómo viento que deposita el néctar de una flor, para que vuelva a nacer de ella un nuevo color.
Al pasar unos diez minutos, ya no se distinguía en el horizonte la imagen de Mario. Hacía mucho calor, por lo que tuve que desnudarme, con cierto decoro, un poco más el pecho y las piernas. Mis hijos empezaron a exigirme agua. El clamor de sus bocas me producía estupor. Nunca habían tenido una necesidad imperante de agua, no conocían la sed. Me quedé por un momento paralizada, cómo si la madera del suelo del carruaje se desvaneciera en forma de grilletes para apresar a mis pies.
El grito desesperado de Lucía me hizo reaccionar. Siempre había tenido la protección de mi séquito de criados indios ¡Qué pena no habérseme ocurrido nunca leer algo para poder sobrevivir a una situación de esta envergadura! pensé. Mi cabeza estaba llena de poesía, novelas caballerescas y de filosofía, pero fue en ese mismo instante, cuando me dí cuenta de que no sabía nada realmente de la vida. Nos limitábamos a verla, mis hijos y yo, a través del cristal de la comodidad, pero sin llegar a mezclarnos con su vulgaridad.
El segundo grito de Lucía me hizo reaccionar, abrí la puerta y salí del carruaje, me subí al asiento del conductor. Me senté en él, me giré, y empecé a mirar por la parte de atrás, pero no vi nada. Me asusté con el tercer grito de Lucía. Perdí la noción del tiempo, no sabía que hora era. Mi mano temblaba. Mis hijos empezaron a gritar, estaban sudando. Entré dentro del carruaje. Lucía estaba exhausta. Miré por la ventana. No vi nada. De repente giré, otra vez, la cabeza hacia la ventana, cómo si la intuición hubiera cogido las riendas de mis dislocados sentidos. En ese mismo momento pude ver una mano que bruscamente se posaba en ella en forma de manotazo. Todo quedo en silencio, que describía la quietud del miedo. Busqué desesperadamente en mi pecho una pequeña medalla de la Virgen de Guadalupe que mi padre me regaló cuando era pequeña, y me puse a rezar.
Pasaron unos minutos de angustiosa agonía, hasta que finalmente la puerta se abrió. Cerré los ojos, sólo pude escuchar las voces. Voces varoniles. Nos arrastraron hacia fuera del carruaje con una violencia insólita jamás reconocida por mí. Lucía se puso a llorar perdiendo la total cordura. Sus movimientos semejaban a los de un corderillo a punto de ser sacrificado. Yo mantenía los ojos cerrados. Sacaron los baúles, mientras maldecían la suerte de las autoridades venidas recientemente de Europa. Lucía se calmó por fin, mientras ellos continuaban registrando el carruaje. Todo pasó con tanta celeridad, que al instante de estar tumbada, me pareció que ya empezaban a marcharse. Se llevaron algunas joyas y vestidos. Pero mi cuerpo reaccionó extrañamente al sonido de la lejanía de sus caballos. Perdí la consciencia, no pudiéndola recuperar hasta pasada una hora.
Al despertarme, encontré a mis hijos alrededor de mí, excepto a Lucía, que permanecía tumbada. Me dirigí hacia ella, su cuerpo estaba inmóvil. Le dí la vuelta. Vi que su frente estaba golpeada. Había una piedra ensangrentada debajo de ella. Sus rizos negros barrían el suelo mientras yo la abrazaba. No lloré, sólo imploré fuerzas, mientras miraba a mis otros hijos. Cómo espectro que resurge de la noche de alguna estela, me dirigí al carruaje, y allí la dejé tumbada. Cogí de la mano a mis otros hijos, y comencé a caminar hacia Champotón.
A mitad de camino nos encontró Mario. Sin mediar palabra y con cara de desmesura por el desánimo, nos guió hacia el puerto, cómo si no hubiera pasado nada. Él llevaba a Álvaro sobre su costado. No quiso hablar hasta llegar a Champotón. Yo llevaba a Inés, protegiéndole la cabeza con mi mano, con tanta fuerza, que a la niña le costaba respirar. Mis hijos se limitaban a seguirme. De vez en cuando, Rodrigo me preguntaba por Lucía, aunque supo interpretar el peligro que nos acechaba, por lo que adquirió una inesperada conducta de ayuda, reflejando por primera vez un acto de madurez. Al llegar allí, le dí ordenes expresas a Mario de que no quería bajo ningún concepto que se supiera la verdad.
- Rodrigo no tiene porqué enterarse de lo sucedido ¿De acuerdo Mario? Deshaz el camino andado hasta llegar al carruaje. Coge a Lucía y entiérrala en la tumba de mi madre. No quiero que digas ni una palabra de lo que has visto hoy. Es una orden.
Mario hizo exactamente lo que yo le dije. No lo volvería a ver hasta pasado mucho tiempo. Me senté en un banco con los niños, para poder pensar. Era la primera vez que me sentía sola. Llevaba un traje verde aterciopelado. Iba a comenzar el verano. No pude recordar a Lucía esa tarde.
Con la mirada perdida, pude distinguir unas sombras que se acercaban hacia mí, una de ellas era reconocible. Se trataba de George Midol. La suerte me sonrío, como pez que salta por primera vez y logra ver la claridad del alba. Se dirigió hacia mí asustado, contemplando la monstruosa escena.
- George, no preguntes. Ha sucedido todo tan deprisa. Rodrigo no debe enterarse jamás de que me has visto. Se moriría, y acabaría con su carrera.
Al verme las piernas, se dio cuenta de que había restos de sangre reseca, y fue entonces cuando dijo:
-Tienes que marcharte de México. Yo te ayudaré. No te preocupes. Ya pensaré lo que se le va a decir a Rodrigo. Vete Eulalia, e intenta olvidar lo que te ha pasado.
George salió corriendo y se dirigió a un navío inglés. Los dispuso todo en un par de horas.
-He hablado con el Capitán Patrick. Entiende la situación. Está preparando un camarote para ti y tus hijos. Es un buen hombre. Es un hombre de mi confianza. Estarás a salvo. Toma este salvoconducto para cuando llegues a España. Te estará esperando Miguel. Él te ayudará. Todo va a salir bien, Eulalia. No te preocupes. Yo me encargaré de todo.
Me dio un beso en la mejilla, y esa misma tarde partí hacia España. O por lo menos, eso creía yo. Agotada y herida, intentaba acunar a mis hijos sobre mis regazos. Patrick, era un hombre de unos cuarenta años, bien parecido. Su piel blanca sobresalía de la calma de la tez de nuestros congéneres.
Al subir al barco me percaté que la mayoría de la tripulación era española. No podía pensar, estaba ensimismada por el dolor y por el calor sofocante. Pero me resultó extraño. Patrick se acercó a mí, y con acento inglés me dijo:
- Buenas tardes Eulalia. Ya me han contado tu infortunio. Tarde o temprano George dará con los maldecidos que te han hecho esto. Pero tengo que pedirte un favor, tienes que cambiarte el nombre durante la travesía. Antes de ir a España vamos a ir a Carolina del Norte, para recoger unas mercancías. Procura descansar.
Me dirigí hacia el camarote con mis hijos. Rodrigo al tumbarse en la cama cayó desvanecido por el cansancio. Inés iba durmiendo sobre mi pecho. Cogido de la mano llevaba a Álvaro, que se sentó sobre mí. Comencé a inspeccionar el camarote con mi mirada, sin pensar. La madera estaba pintada con barniz oscuro, había un olor a mar y a humedad, La puerta estaba abierta, por lo que podía ver el trasiego de los marineros. Mi mirada se paró bruscamente, cuando por casualidad pude ver, que muchos de ellos llevaban a la bodega paquetes con el escudo de mi hacienda. La perplejidad se hizo dueña de mí, y sin darme cuenta me quedé dormida en un pensamiento que fluctuaba en el saber, de por qué realmente estaba yo allí.
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