martes, 10 de enero de 2017

JUAN Y PEDRO CAMACHO: TRAZOS EN EVOLUCIÓN



LA CARCASA DE UN PAISAJE Y LA ESENCIA DE UN ENTORNO PASADO, PRESENTE Y FUTURO



Un entorno envidiable como el de Cieza, nos recuerda que no hay mar ni tierra en nuestro ojos, tan solo un conjunto de formas en espera de ser descubiertas por cualquier coetáneo, al que le guste observar su paso.

Juan y Pedro Camacho, padre e hijo, nos introducen en sus mundos paralelos, a través de estos tres cuadros elegidos para ello, para después terminar abrazando líneas, junto con la expectativa de los artistas en el intento de mostrarnos un espacio donde cabe la innovación de unos nuevos trazos, en el que también nosotros, los visitantes, tenemos la obligación de jugar un papel importante, para poder completarlos. 


Un mundo de colores se abre tras estos dos cuadros, limosna para una escasa frondosidad que queda por crear. Cambiaremos las texturas por nuevos esbozos, pero los colores nos siguen recordando, que formamos parte de un mismo cuadro, donde la figura desenfocada del hombre, se sumerge en la presencia de cualquier naturaleza, vía de escape presente de una futura puerta.





Pero sigamos caminando, para observar el trazo de una antigua evolución, donde un paisaje inhóspito en presencia humana, nos da paso a una vida rudimentaria, que nuevamente evolucionará por la transmisión de una simbiótica energía, donde el mismo amanecer de la vida se encargará de ir proporcionándola cada día. Y es así como aparece, un pasado y un presente, de un hermoso pueblo distante, aunque cercano por su color sisante.

Pero la evolución continua hasta llegar a nuestros días, como porciones de oscuridad necesarias para que puedan producirse nuevas maquetas de vida.


La lucha está presente, porque la sinergia es tan abundante, que el mundo empieza nuevamente a desvanecerse, entre sus mismas formas inapetentes de cansancio. Donde la fuerza de un mar de historia baña las faldas de las montañas, desdibujándolas como cera derretida por el sol del mediodía.

Paisaje que alumbran nuestros ojos, que son el despertar de nuestras conciencias, que se olvidan a menudo de expresar y observar. Paisajes que nos recuerdan los pasos de personas entrañables, por olas de tiempo que marcan nuestras presencias. Paisajes no desnudos sino habitados, por unos pocos seres que lo único que quieren es ser visitados, dejando atrás la soledad de nadar en calles de piscinas de líneas vacías, para encontrar el calor de un beso como esencia de un recibimiento, capaz de apaciguar tempestades, así como de dar la bienvenida a nuevos tiempos, como así lo retratara también un día el fotógrafo francés Robert Doisneau. Personas en espera de sus seres queridos, donde la madre política marca el camino, la soledad el vacío de la distancia del tiempo, y el amor el encuentro de todo viajero.
Aunque la tendencia sea la precipitación hacia el abismo gris de la soledad social, no cabe sino intentar interpretar cualquier información, como obra de arte que resplandece entre los andamios de nuestra figura sesgada por las entrañas de un hogar que no se llega a alcanzar, para poder lograr una perspectiva más sólida de todo aquello que hemos dejado atrás, y del abismo negro al que podemos llegar. Aún así sigamos, sin que nos acuse el cansancio, porque todavía nos por poblar hasta el espacio.





















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