CAPITULO I
EULALIA Y SU RECUERDO DEL JARDÍN
Enfrente de una Cruz, me vino a decir mi padre, que dejaba de encomendarse al gobernador de la ciudad. Tarde o temprano yo sabía que eso iba a pasar, pero no podía intuir que pudiera darse con tanta celeridad. Los balaústres asomaban por el balcón de la montaña, que a más tardar, se abrirían en Navidad, dada las altas temperaturas que presentaba aquella zona del sur de México, Campeche.
Mi padre trabajaba como médico en la ciudad, y en sus ratos libres practicaba la enseñanza de sus aprendizajes a un grupo de niños, que voluntariamente acudían, todos los fines de semana, a la pequeña plaza de la ciudad, en cuya esquina, cruzando una liviana taberna, asomaba la risa franca del balcón de nuestra pequeña casita de color azul plateado, cuya sombra en forma de balandra, hacía la delicia de los niños cuando se disponían a su paseo vespertino junto a sus niñeras de color provenientes de Santo Domingo o Sao Paulo. Mujeres todas ellas de gran corpulencia, traídas expresamente para la crianza de los hijos de las buenas Damas del muy respetable linaje español, cuyos maridos militaban en buenos negocios lucrativos en las Antillas.
Pareciérese en aquella época de mi juventud, que la plaza era nuestra terraza, incluso nos dispusimos hacer una pequeña recreación del jardín de mi abuela, aquél que tuvo que dejar abandonado en tierra española. Un jardín de coquetos rosales blancos de ramas espirales, que subían como rayos de sol, para hacer de aquel lugar, una luminosa estrategia de belleza inusual.
La tierra del jardín era expresamente traída de España, junto con las semillas que después se utilizaban para nuestra pequeña plantación. Plantación que se convirtió en un lugar de peregrinaje cómodo, para aquellas niñeras, con ansías placenteras en sentir el frescor de la humedad que desprendía esa peculiar tierra rojiza recién regada. Incluso abrían sus bocas para beber de las gotas de agua, que bajaban cómo rápidos formando una pequeña hilera de lluvia, desde una cascada de flor tierna, enojada con la sombría suciedad que empaña la belleza, que de forma abrupta nace de la misma tierra.
Cintas, rosales, jazmineros, geranios, y adelfas, que con su follaje formaban pequeñas cuadras de pituitaria frondosidad, ocultando la oscuridad de la tierra, rodeadas de lánguidas palmeras que estrechaban el paso, formando pasillos recónditos, donde el rojo atardecer competía con el rojo de nuestros geranios.
Unos años antes. en 1775, una noche estando yo acostada, escuché un extraño ruido en el jardín. Me levanté y me dirigí hacia la puerta de mi casa, la abrí sin que mi padre y mi madre se enterasen, y salí a la plaza descalza, con un camisón de blanca braganza. Estaba lloviendo por lo que iba buscando los pórticos más cercanos, hasta llegar al jardín. Al llegar a él, los relámpagos se sucedían uno tras otro, como señales luminosas en forma de un código indescifrable para mi edad. Aunque por un momento intuí, que era testigo de un episodio temprano de la historia de Campeche.
Mi cabeza salió de mi pensamiento para atender a ese ruido, que la escasez de la distancia iba convirtiéndolo en gemido de pena, escapado de algún alma desbocada, por lo que por un momento creí que se trataba de algún animal, que había bajado de la montaña, para protegerse de aquella tormenta. Conforme me acercaba, me di cuenta, de que la sombra que se proyectaba era la de una figura humana, y fue precisamente en ese mismo instante cuando mi voluntad no dudó en enfrentarse a mi duda obligándome a continuar.
La sombra permanecía todavía inmóvil, y en la visión de mi acercamiento, ésta se dispersaba en un crepúsculo de telas oscuras mojadas, para después dibujar una cara definida en unos rasgos bien familiares a mi entendimiento. Se trataba de Juan Ignacio de Loyola, un combatiente de la causa española. Erigió su mano hacia mi cara, ensangrentándola, y mirándome fijamente a los ojos, cayó como saco roto de heridas enfundadas de patria sobre las plantas. En mis venas noté el clic del reloj de la cuenta atrás de aquél que lucha en la batalla de cualquier guerra incierta. Algo iba a comenzar, algo iba a cambiar. Me preguntaba a mí misma, qué cómo siendo yo tan niña, podía alcanzar a lograr cambiar cualquier acontecimiento, que mimados por una falta de esperanza habían permanecido, durante unos tres siglos, impasibles ante el tiempo, paseando por éste las gentes que formaban la historia de México.
Corrí como diablo al que le tiembla la mano al juzgar, a buscar a mi padre. Me dirigí hacia su cama, que estaba en la habitación de la entrada. Mi madre dormía en otra habitación, desde mi nacimiento. Le di un beso para despertarlo, me miró abriendo los ojos con cierta vagancia, me sonrió, me acarició la mejilla y se levantó. No medió palabra, tan sólo, se dejó llevar. Cuando llegamos al jardín, ya era demasiado tarde, Juan Ignacio había muerto. Mi padre me dijo que me metiera en casa. Una hora después, se escucharon unos caballos, de trote sigiloso. Se detuvieron bruscamente, y sus jinetes se bajaron de ellos, y empezaron a caminar soslayando palabras mudas en voz baja hacia el jardín. Yo estaba en la ventana observando, pero antes tuve que poner en el suelo tres cojines que había bordado mi madre la noche anterior para las mujeres de unos amigos de mi padre, para poder llegar a la repisa de la ventana, ya que mi altura todavía no me lo permitía.
Sin cesar los murmullos mudos, salieron del jardín con el cadáver. Lo montaron en uno de los caballos. Mi padre ayudó a incorporar al muerto. Todos los hombres menos uno, el más joven, se montaron, otra vez, en sus caballos y se marcharon por la Calle del Calvario, sin apenas hacer ruido.
Mi padre y ese hombre joven entraron en casa. Éste resultó ser Don Rodrigo de Guzmán, el hijo del Conde de Guzmán. Contaba con una mirada peligrosamente cultivada, que hacía juego con su tez bronceada. Los dos empezaron a hablar. Don Rodrigo de Guzmán no dejaba de hacer con cierta alharaca una serie de movimientos con sus brazos, que forzaron a mi padre a sentarse, con un gesto de tedio, encima de un baúl que teníamos junto a la pared, cerca de la ventana. Yo estaba escondida detrás de la cortina. Al fin Don Rodrigo de Guzmán, confesó con una voz sentida, que Juan Ignacio y él eran muy amigos.
Le contó que Juan Ignacio fue nombrado por el mismo Rey para diseñar el escudo de Campeche, trabajo que sin él ya no tenía sentido, dado que precisamente, era Juan Ignacio el que más había luchado por mantener la paz en la zona, evitando todo tipo de revueltas. Don Rodrigo, le confesó a mi padre su preocupación, debido que tras la muerte de Juan Ignacio, todo iba a cambiar en aquel lugar. Todos los demás hombres del Rey eran ciertamente de mente bruta, y de poca inteligencia en lo que respetaba a la aplicación de la diplomacia con los oriundos de aquel lugar.
Don Rodrigo cogió un paño blanco que mi madre había puesto encima de la mesa, para después bordarlo, se limpió con él las manos, y se lo guardó. Sin decir nada más, y despidiéndose de mi padre primeramente, salió de nuestra casa, y se fue caminando por una de las callejas más oscuras.
Al mes, la voz de un niño de diez años llamado Antonio, nos hizo estremecer a mí a mi familia, cuando sentados formando un grupo con nuestras sillas, nos disponíamos a beber un zumo de lima, que había hecho mi madre. El niño que estaba en el jardín, al vernos llegar, empezó a saltar con una alegría contenida, señalando con su dedo a los geranios. El niño estaba siendo instruido por mi padre para ser médico. Aquel día, mi padre le ordenó que vigilara el jardín, puesto que se había escapado el armiño que le había regalado un marinero británico un mes antes, por enseñarle a extraer las balas de su propio cuerpo.
El niño empezó a gritar qué había encontrado un mapa. Nosotros inmediatamente nos abalanzamos hacia ese trozo de tierra, y efectivamente sobresalía una especie de pergamino de la tierra. Mi padre, sin pensarlo, lo sacó con cierta brusquedad, lo cogió y se lo llevó a casa. Estando dentro de casa, mi padre lo limpió con cierta premura, hasta que quedó totalmente legible. En él había dibujado una especie de escudo, y debajo de él había una pequeña declaración. En ese mismo momento, tras leerlo, mi padre se marchó rápidamente de casa, olvidándose el pergamino encima de la mesa. Me dirigí hacia él, y me dispuse a leerlo. Efectivamente había un escudo de color blanco y azul, con la corona del Rey arriba. La declaración era escueta, pero clara. Se acusaba a Don Rodrigo de Guzmán de alta traición a la Corona española.
A la media hora apareció Don Rodrigo de Guzmán con mi padre en nuestra casa. Mi padre le enseñó el pergamino. Tras leerlo Don Rodrigo de Guzmán, se hizo un enorme silencio en toda la sala. Mirando a mi padre con cierta seguridad, le aseguró que aquella afirmación era una ridícula acusación. Mi padre se acercó a él, y mirándolo a los ojos, le dio un cuchillo, y le pidió que se lo clavase, porque sabía lo que suponía el haber leído aquella declaración. Don Rodrigo miró el cuchillo, y poniéndole una mano en el hombro a mi padre, le dijo que las mentiras se pagaban con sangre. Cogió el cuchillo y se hizo una herida en la mano, y con la sangre que salía de ella, untó las partes blancas que dividían el Escudo. -A partir de ahora, este será el Escudo de Campeche-, aseveró con rotundidad Don Rodrigo.
Dos años más tarde, cuando mi padre estaba en plena recreación de historias de aventuras caballerescas, a un grupo de niños que hacían las delicias por sus diferentes colores, apareció Don Rodrigo de Guzmán con algo envuelto en pieles. Mi padre lo invitó a entrar a casa. Estando ya dentro Rodrigo desprendió la envoltura de pieles con bastante nerviosismo. Lo que se escondía debajo de aquella envoltura no resultó ser un presente, como inicialmente había pensado mi padre, sino que era un niño de unos dos años. Un criollo de piel oscura y ojos rasgados. El niño estaba mareado y se estremecía en los regazos de Don Rodrigo. -Quiero que lo cuides tú- le dijo a mi padre. Y sin decir nada más se marchó. El niño se parecía claramente a Don Juan Ignacio, según los ojos en los que yo me apoyé en aquel día. Al niño lo llamaron Ignacio, en honor a él.
El pequeño se adaptó enseguida a nuestra vida, convirtiéndose un fiel siervo de mi padre. Su complicidad era asombrosa. Sus carcajadas eran paralelas, por lo que hacían las delicias de las personas que paseaban por la plaza. Mi padre le contó a la gente del lugar, que había encontrado al niño moribundo en un camino inhóspito.
A los cinco años volvió aparecer Don Rodrigo. Hizo entrar a mi padre en casa, y después de una fuerte discusión, en la que claramente sólo se oía la voz de Don Rodrigo, volvió la quietud a manifestarse en toda la plaza. De repente, mi padre salió de la casa. Se acercó a mí, y me dijo que fuera corriendo al peñón de la cruz.
Todo lo acontecido se repetía una y otra vez en mi cabeza, hasta que a las dos horas de llegar al Peñón de la Cruz, apareció mi padre, con cara de una maldición anunciada. Mi padre se acercó a mí, y apoyándose en mis hombros a través de un abrazo, me pidió que le guardara un secreto. -Hija me tengo que ir a España con Ignacio, tu madre se queda aquí contigo para cuidarte. Te vas a casar hija mía con Don Rodrigo, así que quedaras asegurada, y yo podré partir con la certeza de que vas a estar bien cuidada. -Pero, padre- -No preguntes hija, sólo te puedo decir que Ignacio sólo quedará con vida si me lo llevo a España. No comentó nada más. Se fue, y ya no lo volví a ver jamás.
A los diez años, mi madre se puso muy enferma. Vivíamos a unos diez kilómetros de distancia. Yo hasta entonces había llevado una vida propia de una buena Señora, aunque siempre con la esperanza de que volviera mi padre de esa tierra para mí tan lejana. Un día mi madre, se puso más indispuesta de lo normal. El médico nos dijo que le quedaban unas tres semanas de vida. Mi madre me pidió a través de su criada que fuera a verla con urgencia. Yo partí inmediatamente hacia su domicilio. Al entrar en el lecho de muerte, mi madre, rogó que nos dejaran a solas. Al acercarme a su cara, para que no se esforzara en hablar, me susurró al oído:
- Hija, ¿cuántos hijos tienes?-
-Cuatro madre-
-Te equivocas, mi niña. Tienes cinco.-
-¡Pero, madre!-
-Ignacio es hijo de Rodrigo... y cómo bien sabes si un criollo molesta, no hay piedad para su cabeza, por eso se lo llevó tu padre. Pero tu padre creía que era hijo de Juan Ignacio, y que todo ese asunto de la acusación de alta traición a la Corona de parte de Rodrigo de alta traición a la Corona, al verse descubierto-
-Madre, me lo hubiera dicho padre. ¡No puede ser!.-
-Es. Atiéndeme por favor, hace cuatro años, escuché una conversación que mantuvo tu marido con vuestra sirvienta. Yo estaba en mi habitación, y lo escuché todo. Rodrigo, quería llevarse al niño para abandonarlo a su suerte, que es lo mismo que matarlo. Según parece, en la ciudad ya se estaba murmurando algunos chismes, y tarde o temprano se iba a saber que él era el padre. No me extrañaría nada que la madre fuera la sirvienta.-
-¡Pero, madre! ¿Por qué me lo cuentas? ¿sabes lo que va a suponer para mi vida?
-Nada, hija mía, las mujeres sabemos llevar bien los secretos de nuestros maridos. Sólo te pido, que tengas cuidado, y que cuides del bienestar de tu familia.
-No lo dudes madre, así lo haré.
-¿No te vas a poner a llorar, ni vas a decir nada más?
-No, madre.
-Nunca hemos estado muy unidas. Sabes, algunas veces he pensado que simplemente era un elemento visible solamente a los espejos. No pude darle más hijos a tu padre, pero qué grandes bordados hice. Mira los manteles y cortinas. Preciosos ¿verdad? Todas las grandes Señoras me visitaban, y mostraban una disposición inusual para hacerme favores, que yo voluntariamente pagaba con mis telas y bordados. Aunque, a mí lo que más me gustaba era coser los arrullos de los recién nacidos, fueran españoles o no, ricos o pobres. Pero el tiempo pasa, hija, y una envejece. Tu padre y yo hicimos lo que pudimos para mejorar este lugar. No nos culpes por no querernos. Nos estimábamos con cierta devoción los dos, hasta límites insospechados, hija. Y ahora, te agradecería que me dejaras descansar.
-Claro, madre.
Me dispuse a abandonar la habitación, pero antes de pasar el umbral de la puerta me giré, me volví hacia mi madre y le di un beso en la frente. La miré a los ojos, le dije -Te quiero-.
Al llegar a casa no medié palabra. La balanza en la confianza de Rodrigo aparecía por primera vez. Él siempre se había portado muy bien conmigo. Sé que había sido un marido fiel, y un gran valedor de los principios españoles y de su Rey. La encrucijada de su vida me hacia tener que sopesar entre el perdón de un pasado, y la esperanza de un futuro cierto, pero con el conocimiento común de todos nuestros secretos, que al emerger delante de nosotros, parecerían como pequeñas baldas de madera, flotando en el mar, rotas por alguna tempestad. Aún así, conservarían toda su majestuosidad, debido a que en antaño habían formado parte del más grande navío que pueda existir, el de nuestras vidas.
A las dos semanas, murió mi madre. Y a la tercera partí hacia España con mis cuatro hijos, en busca de mi padre, sin decirle nada a nadie. Para ello tuve que mentir. Con la excusa de comprar seda, me dirigí sola con mis hijos a la ciudad de Champotón. Siempre que había ido, había pasado noche allí, puesto que los caminos no eran seguros. Habían empezado ya las revueltas. En verdad, me apetecía estar sola, pero las circunstancias o el destino me llevaron a conocer a Patrick, un capitán de un navío inglés, que precisamente se dirigía a España, para unos asuntos que cambiarían mi vida.
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