martes, 24 de enero de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE



CAPITULO II


El ENCUENTRO



Nunca creí que las guerras fueran tan suculentas para el bolsillo de los lobos de las tierras. El mismo Virrey Bucareli, se echaba manos a la cabeza, cuando tenía que decidir sobre el destino de los hombres de México, hacía una lucha que no era la suya, así como cuando tenía que autorizar gastos para costear las revueltas que no cesaban en ir en aumento, o cualquier media impopular para financiar la participación española en la guerra de la Independencia de EEUU. 

-¿Para qué construir un hospital para pobres, si ahora muchos de ellos irán a la guerra?
¿Para qué construir un puerto en Yerba Buena? ¿Para qué presencie navíos de contrabando o llenos de esclavos?- Así es cómo imitaba Rodrigo al Virrey en sus cenas, para el deleite de nuestros comensales. Rodrigo lo conoció bien, y contaba que en últimos años de aquél, siempre cerraba sus discusiones con estás dos preguntas.

La situación empeoró, incluso después de la Independencia de EEUU. Reformas para poder mejorar a la Nueva España que no acababa de desplegar sus alas, explotación de hombres, sus marchas a nuevas tierras, mujeres solas ante el destino de cualquier situación perdida, en los esquemas de valores que cómo raíces muertas, se acababan ennegreciendo en aquellas tierras. Un panorama desolador que terminaría con la entrada en México del ejercito de las Tres Garantías de Iturbide, proclamando así el inicio de su independencia.



Abrí la puerta, creí que no había nadie, sólo se podía apreciar una lengua de luz tenue, que procedía del salón. Me acerqué hacia esa luz, que durante diez años me había regalado la visión del recreo de mis lecturas. Reconozco que no había mayor placer en mí, que levantarme a media noche, cuando todos callaban en alientos errantes, hacia el techo de un sueño placentero, para coger los libros ocultos de mi marido Rodrigo. 

Recordé en ese mismo momento, con gran agrado, pero con la nostalgia del que ya ha perdido algo, la llegada de Pedro Salinas a nuestra casa. Yo tenía unos veinticinco años, mi melena era rubia pero esquiva con el viento, por lo que tenía siempre las puntas en mis frágiles senos. Me gustaba vestir con vestidos de telas finas y elegantes, de color marfil o blanco. Escotados por delante, haciendo de mis pechos dos pequeños montones de arena morena, endurecidos por la marea de mi sudor. 

Mi respiración se agitaba con gran disimulo, cuando escuchaba llegar el carruaje distintivo de aquellos viajeros incansables, que cada cuatro meses partían de España a México. Trayendo numerosas mercancías, de las cuales, mi memoria sólo puede alcanzar a reconocer, las hermosas telas que hacían las delicias de todas nosotras.

Pero ésto, sólo en apariencia, porque cuando Pedro Salinas venía a nuestra hacienda, se alojaba en ella durante unos meses, para poder  ponerle al día, a mi marido, de los negocios que compartían juntos en España, así como para  proporcionarle cuantiosas telas para la empresa de tejidos que teníamos en Campeche.

 Poseíamos una extensa plantación de algodón a unos diez kilómetros de la ciudad. Mi marido hizo construir en ella, la casa más bonita de toda la zona, para que fuera la envidia de todos aquellos que se acercaran a verla. A Rodrigo le encantaban las fiestas, por lo que mi casa era un trasiego de gente desconocida buscando baile y buenas cenas. Cansada de una vida llena de personas desconocidas, dentro del hogar de mi familia, me hice construir un pequeño cobertizo, prácticamente oculto en la parte trasera de la casa, dónde me escondía con mis hijos tardes enteras. 

Aunque debo de reconocer, que me gustaba la visita del virrey  Juan Vicente de Güemes-Pacheco de Padilla. Mi marido y él solían encerrarse en un cuarto minúsculo, donde también solía acudir George Midol. Éste era un hombre de unos cincuenta años. Un inglés amigo de Rodrigo, que de vez en cuando nos hacía una visita, regalándonos días de verdadero entretenimiento, pues tenía un carácter de puro divertimento. 

Para poder llegar a nuestra hacienda, George debía primero esquivar a las autoridades francesas que residían en México. Mi marido les tenía especial respeto a éstas, debido a unos asuntos de antaño que nunca me llegó a terminar de explicar. Era divertido verlos a los tres, en aquel cuarto demacrado por la humedad de la casa, sentados allí, sin mesa, en unas sillas viejas, prácticamente a oscuras, discutiendo en voz alta cómo niños en la recolecta de una siembra. 

Pedro Salinas y mi marido Rodrigo, tenían la misma afición por la lectura. Todas las mañanas salían al porche de casa, que estaba recubierto de hiedra para humedecer aquel espacio, que nos protegía de las inclemencias. Yo y mis hijos, nos sentábamos cómo pájaros en las ramas, en la espera de un primer viento, que nos hiciera alzar el vuelo de nuestro pensamiento. Nos leían todas clases de historias. Yo me sentaba en la esquina del porche, como lo hiciera antes con mi padre. Me gustaba ir descalza para sentir la dureza de aquella tierra en mis pies. Éstos jugaban con ella haciendo pequeños círculos, al son de la historia narrada. Allí pasábamos las horas, ajenos a cualquier revuelta.

Pedro Salinas también aprovechaba sus viajes para traernos las nuevas lecturas de la vieja España. La poética de Aristóteles, Horacio Español, Humanismo y Literatura Ilustrada por José Musso Valiente, y un largo etcétera. Pero a Pedro le gustaba ir más allá, y aunque yo me hacía la disimulada, sé que en las forjas que fervientemente guardaba en su habitación, escondía aquellos libros prohibidos en España por la Inquisición. Yo me metía a hurtadillas después de la siesta en su cuarto, que estaba en la cámara de arriba, y transcribía como podía aquellos manuscritos maldecidos por el desconocimiento. 

Todavía me acuerdo del olor que desprendían las hojas de la L'Encyclopedie. La tentación fue demasiado grande para mi pecho que la ocupaba, mis brazos se extendieron cuando vieron la portada, la introduje debajo de mi enagua, y preñada de lectura la sustraje sin ningún decoro. Mis brazos rodeaban mi vientre lleno de tinta, hasta llegar al cobertizo. Estando allí, no pude dejar de observarla, cómo cuando se adora la figura de un niño que duerme en su cuna. Escuché un ruido, que provenía del camino que estaba enfrente, rápidamente me apresuré a guardarla en una especie de caja fuerte, que hice construir detrás del armario que tapaba la pared izquierda. A partir de ese momento, comencé a escaparme todas las noches para leerla. Me era fácil escaparme, ya que Rodrigo y yo, dormíamos en habitaciones separadas.

Una de esas noches, en la oscuridad de las sombras, tropecé con otro cuerpo. Los dos nos abrazamos para no caernos, su olor me era familiar, pero con los nervios no podía pensar. De repente, noté su mano que bajaba de la espalda a la cadera, cómo cuando un niño hace rodar su cochecito por su mano. Yo comencé a jadear cómo un animal asustado. Con la otra mano retiró mi melena de la cara y de mi pecho. Notaba que me miraba fijamente. Su aliento hacía mover mi pelo, en un compás de ritmo poético. Cerré mis ojos, y prácticamente dejé de respirar. Sus dos manos acariciaron mis caderas, cómo el que acaricia a lo más sagrado cuando está rogando. 

Me acercó a él. Se arrodilló y me subió el camisón hasta los muslos, acercó su boca y me besó la parte superior de la rodilla, mientras subía el camisón aún más arriba hasta llegar a la cintura, se acercó con la idea de reconocerme, y allí se quedó un rato, inspeccionando, marcando, soslayando su mano en mi vientre. Me tumbó, yo quedé inerte al calor de su cuerpo. Abrí mis piernas inconscientemente como las hojas de una puerta que se abren para que entre alguien. Los dos hacíamos pequeños movimientos de vida en el suelo, sin llegar a lo más profundo de nuestro consuelo. Introdujo su cabeza en mi cuello, después con ella acarició mi pecho, para terminar azuzándola con el juego de mis piernas. 

No sé el tiempo que transcurrió, sólo sé que fue un devenir de movimientos sinceros, pero sin llegar a un total encuentro. Tan sólo la caricia, el aliento, el meceo, el olor de nuestros cuerpos, que nos hizo creer que ya no habían más elementos que reconocer en nuestras mentes, que el anhelo de un deseo cubierto en el siguiente movimiento improvisado. Creo que pasó una media hora, cuando se levantó lentamente, cómo el que no quiere descubrir lo que esconde lo que no se conoce, pues es más emocionante la emoción anticipada que el presente que le aguarda. Me ayudó a levantarme. Me besó la mejilla, y se fue. En ese momento supe que se convertiría en un recuerdo de sombra, tan sólo sería para mí un reconocible olor, que hizo que de mis sentidos hilos de pura lana.


-Hermosos recuerdos todos ellos- pensé. Cerré la puerta, la luz se iba apagando lentamente. Me quedé toda la noche meditando, lo que me había dicho mi madre dos semanas antes. Tocaba con mi anillo mis enaguas. Acababa de enterrar a mi madre.







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