domingo, 29 de enero de 2017

En Puerta Falsa

La cerveza con limón, indica
que de nuevo sale el sol.
Cruces de miradas en el fondo
de un local, esperando otra oportunidad.



Puertas cerradas al entrar, puertas que
te indican  la salida de una soledad,
y  en la distancia las huellas de tu reloj,
que marcan la esperanza de compartir una pasión,
el amor, una charla, o tal vez, un beso al alba,
con la última calada la amordazada razón.

Gente escuchando de pie, sin saber bien qué hacer,
nadie baila, por si tiembla alguna moral muralla,
o de cae la imagen sostenida por cualquier papel,
gente esperando en la cola del baño,
para escapar de la rutina de su mesa,
en busca de una aventura de un escaso rato.

Los problemas se diluyen, no existe la guerra,
no existe el paro, sólo Sara cantando. Un viejo
amigo intentando ligar con la mujer de al lado,
mientras su marido mira al escenario.

Puertas cerradas al entrar, puertas que
te indican  la salida de una soledad,
y  en la distancia las huellas de tu reloj,
que marcan la esperanza de compartir una pasión,
un amor, una charla, o tal vez, un beso al alba,
con la última calada de la amordazada razón.

Dinero para la diversión, horas para el personal
de la barra, oportunidad para la música, enlace
para las solteras, para los casados el descanso del
hogar que llevan al costado, amor para el que está
en el otro lado, lejos sin esperar nada a cambio,
y tú y yo mirando, sin querer darnos cuenta de todo
lo que está pasando.

Puertas cerradas al entrar, puertas que
te indican  la salida de una soledad,
y  en la distancia las huellas de tu reloj,
que marcan la esperanza de compartir una pasión,
un amor, una charla, o tal vez, un beso al alba,
con la última calada de la amordazada razón.







martes, 24 de enero de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE



CAPITULO II


El ENCUENTRO



Nunca creí que las guerras fueran tan suculentas para el bolsillo de los lobos de las tierras. El mismo Virrey Bucareli, se echaba manos a la cabeza, cuando tenía que decidir sobre el destino de los hombres de México, hacía una lucha que no era la suya, así como cuando tenía que autorizar gastos para costear las revueltas que no cesaban en ir en aumento, o cualquier media impopular para financiar la participación española en la guerra de la Independencia de EEUU. 

-¿Para qué construir un hospital para pobres, si ahora muchos de ellos irán a la guerra?
¿Para qué construir un puerto en Yerba Buena? ¿Para qué presencie navíos de contrabando o llenos de esclavos?- Así es cómo imitaba Rodrigo al Virrey en sus cenas, para el deleite de nuestros comensales. Rodrigo lo conoció bien, y contaba que en últimos años de aquél, siempre cerraba sus discusiones con estás dos preguntas.

La situación empeoró, incluso después de la Independencia de EEUU. Reformas para poder mejorar a la Nueva España que no acababa de desplegar sus alas, explotación de hombres, sus marchas a nuevas tierras, mujeres solas ante el destino de cualquier situación perdida, en los esquemas de valores que cómo raíces muertas, se acababan ennegreciendo en aquellas tierras. Un panorama desolador que terminaría con la entrada en México del ejercito de las Tres Garantías de Iturbide, proclamando así el inicio de su independencia.



Abrí la puerta, creí que no había nadie, sólo se podía apreciar una lengua de luz tenue, que procedía del salón. Me acerqué hacia esa luz, que durante diez años me había regalado la visión del recreo de mis lecturas. Reconozco que no había mayor placer en mí, que levantarme a media noche, cuando todos callaban en alientos errantes, hacia el techo de un sueño placentero, para coger los libros ocultos de mi marido Rodrigo. 

Recordé en ese mismo momento, con gran agrado, pero con la nostalgia del que ya ha perdido algo, la llegada de Pedro Salinas a nuestra casa. Yo tenía unos veinticinco años, mi melena era rubia pero esquiva con el viento, por lo que tenía siempre las puntas en mis frágiles senos. Me gustaba vestir con vestidos de telas finas y elegantes, de color marfil o blanco. Escotados por delante, haciendo de mis pechos dos pequeños montones de arena morena, endurecidos por la marea de mi sudor. 

Mi respiración se agitaba con gran disimulo, cuando escuchaba llegar el carruaje distintivo de aquellos viajeros incansables, que cada cuatro meses partían de España a México. Trayendo numerosas mercancías, de las cuales, mi memoria sólo puede alcanzar a reconocer, las hermosas telas que hacían las delicias de todas nosotras.

Pero ésto, sólo en apariencia, porque cuando Pedro Salinas venía a nuestra hacienda, se alojaba en ella durante unos meses, para poder  ponerle al día, a mi marido, de los negocios que compartían juntos en España, así como para  proporcionarle cuantiosas telas para la empresa de tejidos que teníamos en Campeche.

 Poseíamos una extensa plantación de algodón a unos diez kilómetros de la ciudad. Mi marido hizo construir en ella, la casa más bonita de toda la zona, para que fuera la envidia de todos aquellos que se acercaran a verla. A Rodrigo le encantaban las fiestas, por lo que mi casa era un trasiego de gente desconocida buscando baile y buenas cenas. Cansada de una vida llena de personas desconocidas, dentro del hogar de mi familia, me hice construir un pequeño cobertizo, prácticamente oculto en la parte trasera de la casa, dónde me escondía con mis hijos tardes enteras. 

Aunque debo de reconocer, que me gustaba la visita del virrey  Juan Vicente de Güemes-Pacheco de Padilla. Mi marido y él solían encerrarse en un cuarto minúsculo, donde también solía acudir George Midol. Éste era un hombre de unos cincuenta años. Un inglés amigo de Rodrigo, que de vez en cuando nos hacía una visita, regalándonos días de verdadero entretenimiento, pues tenía un carácter de puro divertimento. 

Para poder llegar a nuestra hacienda, George debía primero esquivar a las autoridades francesas que residían en México. Mi marido les tenía especial respeto a éstas, debido a unos asuntos de antaño que nunca me llegó a terminar de explicar. Era divertido verlos a los tres, en aquel cuarto demacrado por la humedad de la casa, sentados allí, sin mesa, en unas sillas viejas, prácticamente a oscuras, discutiendo en voz alta cómo niños en la recolecta de una siembra. 

Pedro Salinas y mi marido Rodrigo, tenían la misma afición por la lectura. Todas las mañanas salían al porche de casa, que estaba recubierto de hiedra para humedecer aquel espacio, que nos protegía de las inclemencias. Yo y mis hijos, nos sentábamos cómo pájaros en las ramas, en la espera de un primer viento, que nos hiciera alzar el vuelo de nuestro pensamiento. Nos leían todas clases de historias. Yo me sentaba en la esquina del porche, como lo hiciera antes con mi padre. Me gustaba ir descalza para sentir la dureza de aquella tierra en mis pies. Éstos jugaban con ella haciendo pequeños círculos, al son de la historia narrada. Allí pasábamos las horas, ajenos a cualquier revuelta.

Pedro Salinas también aprovechaba sus viajes para traernos las nuevas lecturas de la vieja España. La poética de Aristóteles, Horacio Español, Humanismo y Literatura Ilustrada por José Musso Valiente, y un largo etcétera. Pero a Pedro le gustaba ir más allá, y aunque yo me hacía la disimulada, sé que en las forjas que fervientemente guardaba en su habitación, escondía aquellos libros prohibidos en España por la Inquisición. Yo me metía a hurtadillas después de la siesta en su cuarto, que estaba en la cámara de arriba, y transcribía como podía aquellos manuscritos maldecidos por el desconocimiento. 

Todavía me acuerdo del olor que desprendían las hojas de la L'Encyclopedie. La tentación fue demasiado grande para mi pecho que la ocupaba, mis brazos se extendieron cuando vieron la portada, la introduje debajo de mi enagua, y preñada de lectura la sustraje sin ningún decoro. Mis brazos rodeaban mi vientre lleno de tinta, hasta llegar al cobertizo. Estando allí, no pude dejar de observarla, cómo cuando se adora la figura de un niño que duerme en su cuna. Escuché un ruido, que provenía del camino que estaba enfrente, rápidamente me apresuré a guardarla en una especie de caja fuerte, que hice construir detrás del armario que tapaba la pared izquierda. A partir de ese momento, comencé a escaparme todas las noches para leerla. Me era fácil escaparme, ya que Rodrigo y yo, dormíamos en habitaciones separadas.

Una de esas noches, en la oscuridad de las sombras, tropecé con otro cuerpo. Los dos nos abrazamos para no caernos, su olor me era familiar, pero con los nervios no podía pensar. De repente, noté su mano que bajaba de la espalda a la cadera, cómo cuando un niño hace rodar su cochecito por su mano. Yo comencé a jadear cómo un animal asustado. Con la otra mano retiró mi melena de la cara y de mi pecho. Notaba que me miraba fijamente. Su aliento hacía mover mi pelo, en un compás de ritmo poético. Cerré mis ojos, y prácticamente dejé de respirar. Sus dos manos acariciaron mis caderas, cómo el que acaricia a lo más sagrado cuando está rogando. 

Me acercó a él. Se arrodilló y me subió el camisón hasta los muslos, acercó su boca y me besó la parte superior de la rodilla, mientras subía el camisón aún más arriba hasta llegar a la cintura, se acercó con la idea de reconocerme, y allí se quedó un rato, inspeccionando, marcando, soslayando su mano en mi vientre. Me tumbó, yo quedé inerte al calor de su cuerpo. Abrí mis piernas inconscientemente como las hojas de una puerta que se abren para que entre alguien. Los dos hacíamos pequeños movimientos de vida en el suelo, sin llegar a lo más profundo de nuestro consuelo. Introdujo su cabeza en mi cuello, después con ella acarició mi pecho, para terminar azuzándola con el juego de mis piernas. 

No sé el tiempo que transcurrió, sólo sé que fue un devenir de movimientos sinceros, pero sin llegar a un total encuentro. Tan sólo la caricia, el aliento, el meceo, el olor de nuestros cuerpos, que nos hizo creer que ya no habían más elementos que reconocer en nuestras mentes, que el anhelo de un deseo cubierto en el siguiente movimiento improvisado. Creo que pasó una media hora, cuando se levantó lentamente, cómo el que no quiere descubrir lo que esconde lo que no se conoce, pues es más emocionante la emoción anticipada que el presente que le aguarda. Me ayudó a levantarme. Me besó la mejilla, y se fue. En ese momento supe que se convertiría en un recuerdo de sombra, tan sólo sería para mí un reconocible olor, que hizo que de mis sentidos hilos de pura lana.


-Hermosos recuerdos todos ellos- pensé. Cerré la puerta, la luz se iba apagando lentamente. Me quedé toda la noche meditando, lo que me había dicho mi madre dos semanas antes. Tocaba con mi anillo mis enaguas. Acababa de enterrar a mi madre.







viernes, 20 de enero de 2017

NIÑA O NIÑO FUI

Me subo, me bajo, nací de un árbol.
Me acuesto, juego, soy un niño, o tal vez, niña en crecimiento.
Me he muerto, para reencarnarme en viento.

Voy detrás de ti, me gusta alzar el vuelo.
Te sigo, te persigo, y morirás conmigo.
Te quiero, te adoro, te acojo en mi seno.

Puedo decidir por ti, hago que rías y que llores,
Te elijo entre todas las flores,
pero haré de ti lo que se me antoje.

Morí siendo niño o niña,
no tengo culpa de mi desventura,
pero me hice vivir en ti, para mi resurgir.

De mi depende tu senda de cristal,
de mi depende que no mueras tras un ventanal,
porque te doy la vida si quiero conseguirla.

Soy un lazo rojo, soy una esperanza verde,
soy el amor que das en primavera, soy manzano
si quiero que me quieras.

Puedo encontrar el amor que esperas,
puedo hacer que mueras,
puedo darte esa paz que tanto anhelas.

Sigo jugando en ti, porque un niño o niña fui.
Sigo jugando en ti, a través de las tonterías
que te hago fingir.

Seré tu padre y tu madre, cuando huérfana quedes.
Seré el espíritu que siembra el viento de tu marea.
Seré, porque soy el alma que nunca aprecias, por
estar contigo siempre sin que tú te des cuenta.





martes, 17 de enero de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE

CAPITULO I

EULALIA Y SU RECUERDO DEL JARDÍN 



Enfrente de una Cruz, me vino a decir mi padre, que dejaba de encomendarse al gobernador de la ciudad. Tarde o temprano yo sabía que eso iba a pasar, pero no podía intuir que pudiera darse con tanta celeridad. Los balaústres asomaban por el balcón de la montaña, que a más tardar, se abrirían en Navidad, dada las altas temperaturas que presentaba aquella zona del sur de México, Campeche.

Mi padre trabajaba como médico en la ciudad, y en sus ratos libres practicaba la enseñanza de sus aprendizajes a un grupo de niños, que voluntariamente acudían, todos los fines de semana, a la pequeña plaza de la ciudad, en cuya esquina, cruzando una liviana taberna, asomaba la risa franca del balcón de nuestra pequeña casita de color azul plateado, cuya sombra en forma de balandra, hacía la delicia de los niños cuando se disponían a su paseo vespertino junto a sus niñeras de color provenientes de Santo Domingo o Sao Paulo. Mujeres todas ellas de gran corpulencia, traídas expresamente para la crianza de los hijos de las buenas Damas del muy respetable linaje español, cuyos maridos militaban en buenos negocios lucrativos en las Antillas.

Pareciérese en aquella época de mi juventud, que la plaza era nuestra terraza, incluso nos dispusimos hacer una pequeña recreación del jardín de mi abuela, aquél que tuvo que dejar abandonado en tierra española. Un jardín de coquetos rosales blancos de ramas espirales, que subían como rayos de sol, para hacer de aquel lugar, una luminosa estrategia de belleza inusual.

La tierra del jardín era expresamente traída de España, junto con las semillas que después se utilizaban para nuestra pequeña plantación. Plantación que se convirtió en un lugar de peregrinaje cómodo, para aquellas niñeras, con ansías placenteras en sentir el frescor de la humedad que desprendía esa peculiar tierra rojiza recién regada. Incluso abrían sus bocas para beber de las gotas de agua, que bajaban cómo rápidos formando una pequeña hilera de lluvia, desde una cascada de flor tierna,  enojada con la sombría suciedad que empaña la belleza, que de forma abrupta nace de la misma tierra.

Cintas, rosales, jazmineros, geranios, y adelfas, que con su follaje formaban pequeñas cuadras de pituitaria frondosidad, ocultando la oscuridad de la tierra, rodeadas de lánguidas palmeras que estrechaban el paso, formando pasillos recónditos, donde el rojo atardecer competía con el rojo de nuestros geranios.

Unos años antes. en 1775, una noche estando yo acostada, escuché un extraño ruido en el jardín. Me levanté y me dirigí hacia la puerta de mi casa, la abrí sin que mi padre y mi madre se enterasen, y salí a la plaza descalza, con un camisón de blanca braganza. Estaba lloviendo por lo que iba buscando los pórticos más cercanos, hasta llegar al jardín. Al llegar a él, los relámpagos se sucedían uno tras otro, como señales luminosas en forma de un código indescifrable para mi edad. Aunque por un momento intuí, que era testigo de un episodio temprano de la historia de Campeche.

Mi cabeza salió de mi pensamiento para atender a ese ruido, que la escasez de la distancia iba convirtiéndolo en gemido de pena, escapado de algún alma desbocada, por lo que por un momento creí que se trataba de algún animal, que había bajado de la montaña, para protegerse de aquella tormenta. Conforme me acercaba, me di cuenta, de que la sombra que se proyectaba era la de una figura humana, y fue precisamente en ese mismo instante cuando mi voluntad no dudó en enfrentarse a mi duda obligándome a continuar.

La sombra permanecía todavía inmóvil, y en la visión de mi acercamiento, ésta se dispersaba en un crepúsculo de telas oscuras mojadas, para después dibujar una cara definida en unos rasgos bien familiares a mi entendimiento. Se trataba de Juan Ignacio de Loyola, un combatiente de la causa española. Erigió su mano hacia mi cara, ensangrentándola, y mirándome fijamente a los ojos, cayó como saco roto de heridas enfundadas de patria sobre las plantas. En mis venas noté el clic del reloj de la cuenta atrás de aquél que lucha en la batalla de cualquier guerra incierta. Algo iba a comenzar, algo iba a cambiar. Me preguntaba a mí misma, qué cómo siendo yo tan niña,  podía alcanzar a lograr cambiar cualquier acontecimiento, que mimados por una falta de esperanza habían permanecido, durante unos tres siglos, impasibles ante el tiempo, paseando por éste las gentes que formaban la historia de México.

Corrí como diablo al que le tiembla la mano al juzgar, a buscar a mi padre. Me dirigí hacia su cama, que estaba en la habitación de la entrada. Mi madre dormía en otra habitación, desde mi nacimiento. Le di un beso para despertarlo, me miró abriendo los ojos con cierta vagancia, me sonrió, me acarició la mejilla y se levantó. No medió palabra, tan sólo, se dejó llevar. Cuando llegamos al jardín, ya era demasiado tarde, Juan Ignacio había muerto. Mi padre me dijo que me metiera en casa. Una hora después, se escucharon unos caballos, de trote sigiloso. Se detuvieron bruscamente, y sus jinetes se bajaron de ellos, y empezaron a caminar soslayando palabras mudas en voz baja hacia el jardín. Yo estaba en la ventana observando, pero antes tuve que poner en el suelo tres cojines que había bordado mi madre la noche anterior para las mujeres de unos amigos de mi padre, para poder llegar a la repisa de la ventana, ya que mi altura todavía no me lo permitía.

Sin cesar los murmullos mudos, salieron del jardín con el cadáver. Lo montaron en uno de los caballos. Mi padre ayudó a incorporar al muerto. Todos los hombres menos uno, el más joven, se montaron, otra vez, en sus caballos y se marcharon por la Calle del Calvario, sin apenas hacer ruido.

Mi padre y ese hombre joven entraron en casa. Éste resultó ser Don Rodrigo de Guzmán, el hijo del Conde de Guzmán. Contaba con una mirada peligrosamente cultivada, que hacía juego con su tez bronceada. Los dos empezaron a hablar. Don Rodrigo de Guzmán no dejaba de hacer con cierta alharaca una serie de movimientos con sus brazos, que forzaron a mi padre a sentarse, con un gesto de tedio, encima de un baúl que teníamos junto a la pared, cerca de la ventana. Yo estaba escondida detrás de la cortina. Al fin Don Rodrigo de Guzmán, confesó con una voz sentida, que Juan Ignacio y él eran muy amigos.

Le contó que Juan Ignacio fue nombrado por el mismo Rey para diseñar el escudo de Campeche, trabajo que sin él ya no tenía sentido, dado que precisamente, era Juan Ignacio el que más había luchado por mantener la paz en la zona, evitando todo tipo de revueltas. Don Rodrigo, le confesó a mi padre su preocupación, debido que tras la muerte de Juan Ignacio, todo iba a cambiar en aquel lugar. Todos los demás hombres del Rey eran ciertamente de mente bruta, y de poca inteligencia en lo que respetaba a la aplicación de la diplomacia con los oriundos de aquel lugar.

Don Rodrigo cogió un paño blanco que mi madre había puesto encima de la mesa, para después bordarlo, se limpió con él las manos, y se lo guardó. Sin decir nada más, y despidiéndose de mi padre primeramente, salió de nuestra casa, y se fue caminando por una de las callejas más oscuras.

Al mes, la voz de un niño de diez años llamado Antonio, nos hizo estremecer a mí a mi familia, cuando sentados formando un grupo con nuestras sillas, nos disponíamos a beber un zumo de lima, que había hecho mi madre. El niño que estaba en el jardín, al vernos llegar, empezó a saltar con una alegría contenida, señalando con su dedo a los geranios. El niño estaba siendo instruido por mi padre para ser médico. Aquel día, mi padre le ordenó que vigilara el jardín, puesto que se había escapado el armiño que le había regalado un marinero británico un mes antes, por enseñarle a extraer las balas de su propio cuerpo.

El niño empezó a gritar qué había encontrado un mapa. Nosotros inmediatamente nos abalanzamos hacia ese trozo de tierra, y efectivamente sobresalía una especie de pergamino de la tierra. Mi padre, sin pensarlo, lo sacó con cierta brusquedad, lo cogió y se lo llevó a casa. Estando dentro de casa, mi padre lo limpió con cierta premura, hasta que quedó totalmente legible. En él había dibujado una especie de escudo, y debajo de él había una pequeña declaración. En ese mismo momento, tras leerlo, mi padre se marchó rápidamente de casa, olvidándose el pergamino encima de la mesa. Me dirigí hacia él, y me dispuse a leerlo. Efectivamente había un escudo de color blanco y azul, con la corona del Rey arriba. La declaración era escueta, pero clara. Se acusaba a Don Rodrigo de Guzmán de alta traición a la Corona española.


A la media hora apareció Don Rodrigo de Guzmán con mi padre en nuestra casa. Mi padre le enseñó el pergamino. Tras leerlo Don Rodrigo de Guzmán, se hizo un enorme silencio en toda la sala. Mirando a mi padre con cierta seguridad, le aseguró que aquella afirmación era una ridícula acusación. Mi padre se acercó a él, y mirándolo a los ojos, le dio un cuchillo, y le pidió que se lo clavase, porque sabía lo que suponía el haber leído aquella declaración. Don Rodrigo miró el cuchillo, y poniéndole una mano en el hombro a mi padre, le dijo que las mentiras se pagaban con sangre. Cogió el cuchillo y se hizo una herida en la mano, y con la sangre que salía de ella, untó las partes blancas que dividían el Escudo. -A partir de ahora, este será el Escudo de Campeche-, aseveró con rotundidad Don Rodrigo.




Dos años más tarde, cuando mi padre estaba en plena recreación de historias de aventuras  caballerescas,  a un grupo de niños que hacían las delicias por sus diferentes colores,  apareció Don Rodrigo de Guzmán con algo envuelto en pieles. Mi padre lo invitó a entrar a casa. Estando ya dentro Rodrigo desprendió la envoltura de pieles con bastante nerviosismo. Lo que se escondía debajo de aquella envoltura no resultó ser un presente, como inicialmente había pensado mi padre, sino que era un niño de unos dos años. Un criollo de piel oscura y ojos rasgados. El niño estaba mareado y se estremecía en los regazos de Don Rodrigo.  -Quiero que lo cuides tú- le dijo a mi padre. Y sin decir nada más se marchó. El niño se parecía claramente a Don Juan Ignacio, según los ojos en los que yo me apoyé en aquel día. Al niño lo llamaron Ignacio, en honor a él.

El pequeño se adaptó enseguida a nuestra vida, convirtiéndose un fiel siervo de mi padre. Su complicidad era asombrosa. Sus carcajadas eran paralelas, por lo que hacían las delicias de las personas que paseaban por la plaza. Mi padre le contó a la gente del lugar, que había encontrado al niño moribundo en un camino inhóspito.

A los cinco años volvió aparecer Don Rodrigo. Hizo entrar a mi padre en casa, y después de una fuerte discusión, en la que claramente sólo se oía la voz de Don Rodrigo, volvió la quietud a manifestarse en toda la plaza. De repente, mi padre salió de la casa. Se acercó a mí, y me dijo que fuera corriendo al peñón de la cruz.

Todo lo acontecido se repetía una y otra vez en mi cabeza, hasta que a las dos horas de llegar al Peñón de la Cruz, apareció mi padre, con cara de una maldición anunciada. Mi padre se acercó a mí, y apoyándose en mis hombros a través de un abrazo, me pidió que le guardara un secreto. -Hija me tengo que ir a España con Ignacio, tu madre se queda aquí contigo para cuidarte. Te vas a casar hija mía con Don Rodrigo, así que quedaras asegurada, y yo podré partir con la certeza de que vas a estar bien cuidada. -Pero, padre- -No preguntes hija, sólo te puedo decir que Ignacio sólo quedará con vida si me lo llevo a España. No comentó nada más. Se fue, y ya no lo volví a ver jamás.

A los diez años, mi madre se puso muy enferma. Vivíamos a unos diez kilómetros de distancia. Yo hasta entonces había llevado una vida propia de una buena Señora, aunque siempre con la esperanza de que volviera mi padre de esa tierra para mí tan lejana. Un día mi madre, se puso más indispuesta de lo normal. El médico nos dijo que le quedaban unas tres semanas de vida. Mi madre me pidió a través de su criada que fuera  a verla con urgencia. Yo partí inmediatamente hacia su domicilio.  Al entrar en el lecho de muerte, mi madre, rogó que nos dejaran a solas. Al acercarme a su cara, para que no se esforzara en hablar, me susurró al oído:

- Hija, ¿cuántos hijos tienes?-
-Cuatro madre-
-Te equivocas, mi niña. Tienes cinco.-
-¡Pero, madre!-
-Ignacio es hijo de Rodrigo... y cómo bien sabes si un criollo molesta, no hay piedad para su cabeza, por eso se lo llevó tu padre. Pero tu padre creía que era hijo de Juan Ignacio, y que todo ese asunto de la acusación de alta traición a la Corona de parte de Rodrigo de alta traición a la Corona, al verse descubierto-
-Madre, me lo hubiera dicho padre. ¡No puede ser!.-
-Es. Atiéndeme por favor, hace cuatro años, escuché una conversación que mantuvo tu marido con vuestra sirvienta. Yo estaba en mi habitación, y lo escuché todo. Rodrigo, quería llevarse al niño para abandonarlo a su suerte, que es lo mismo que matarlo. Según parece, en la ciudad ya se estaba murmurando algunos chismes, y tarde o temprano se iba a saber que él era el padre. No me extrañaría nada que la madre fuera la sirvienta.-
-¡Pero, madre! ¿Por qué me lo cuentas? ¿sabes lo que va a suponer para mi vida?
-Nada, hija mía, las mujeres sabemos llevar bien los secretos de nuestros maridos. Sólo te pido, que tengas cuidado, y que cuides del bienestar de tu familia.
-No lo dudes madre, así lo haré.
-¿No te vas a poner a llorar, ni vas a decir nada más?
-No, madre.
-Nunca hemos estado muy unidas. Sabes, algunas veces he pensado que simplemente era un elemento visible solamente a los espejos. No pude darle más hijos a tu padre, pero qué grandes bordados hice. Mira los manteles y cortinas. Preciosos ¿verdad? Todas las grandes Señoras me visitaban, y mostraban una disposición inusual  para hacerme favores, que yo voluntariamente pagaba con mis telas y bordados. Aunque, a mí lo que más me gustaba era coser los arrullos de los recién nacidos, fueran españoles o no, ricos o pobres. Pero el tiempo pasa, hija, y una envejece. Tu padre y yo hicimos lo que pudimos para mejorar este lugar. No nos culpes por no querernos. Nos estimábamos con cierta devoción los dos, hasta límites insospechados, hija. Y ahora, te agradecería que me dejaras descansar.
-Claro, madre.

Me dispuse a abandonar la habitación, pero antes de pasar el umbral de la puerta me giré, me volví hacia mi madre y le di un beso en la frente. La miré a los ojos,  le dije -Te quiero-.

Al llegar a casa no medié palabra. La balanza en la confianza de Rodrigo aparecía por primera vez. Él siempre se había portado muy bien conmigo. Sé que había sido un marido fiel, y un gran valedor de los principios españoles y de su Rey. La encrucijada de su vida me hacia tener que sopesar entre el perdón de un pasado, y la esperanza de un futuro cierto, pero con el conocimiento común de todos nuestros secretos, que al emerger delante de nosotros, parecerían como pequeñas baldas de madera, flotando en el mar, rotas por alguna tempestad. Aún así, conservarían toda su majestuosidad, debido a que en antaño habían formado parte del más grande navío que pueda existir, el de nuestras vidas.

A las dos semanas, murió mi madre. Y a la tercera partí hacia España con mis cuatro hijos, en busca de mi padre, sin decirle nada a nadie. Para ello tuve que mentir. Con la excusa de comprar seda, me dirigí sola con mis hijos a la ciudad de Champotón. Siempre que había ido, había pasado noche allí, puesto que los caminos no eran seguros. Habían empezado ya las revueltas. En verdad, me apetecía estar sola, pero las circunstancias o el destino me llevaron a conocer a Patrick, un capitán de un navío inglés, que precisamente se dirigía a España, para unos asuntos que cambiarían mi vida.

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martes, 10 de enero de 2017

JUAN Y PEDRO CAMACHO: TRAZOS EN EVOLUCIÓN



LA CARCASA DE UN PAISAJE Y LA ESENCIA DE UN ENTORNO PASADO, PRESENTE Y FUTURO



Un entorno envidiable como el de Cieza, nos recuerda que no hay mar ni tierra en nuestro ojos, tan solo un conjunto de formas en espera de ser descubiertas por cualquier coetáneo, al que le guste observar su paso.

Juan y Pedro Camacho, padre e hijo, nos introducen en sus mundos paralelos, a través de estos tres cuadros elegidos para ello, para después terminar abrazando líneas, junto con la expectativa de los artistas en el intento de mostrarnos un espacio donde cabe la innovación de unos nuevos trazos, en el que también nosotros, los visitantes, tenemos la obligación de jugar un papel importante, para poder completarlos. 


Un mundo de colores se abre tras estos dos cuadros, limosna para una escasa frondosidad que queda por crear. Cambiaremos las texturas por nuevos esbozos, pero los colores nos siguen recordando, que formamos parte de un mismo cuadro, donde la figura desenfocada del hombre, se sumerge en la presencia de cualquier naturaleza, vía de escape presente de una futura puerta.





Pero sigamos caminando, para observar el trazo de una antigua evolución, donde un paisaje inhóspito en presencia humana, nos da paso a una vida rudimentaria, que nuevamente evolucionará por la transmisión de una simbiótica energía, donde el mismo amanecer de la vida se encargará de ir proporcionándola cada día. Y es así como aparece, un pasado y un presente, de un hermoso pueblo distante, aunque cercano por su color sisante.

Pero la evolución continua hasta llegar a nuestros días, como porciones de oscuridad necesarias para que puedan producirse nuevas maquetas de vida.


La lucha está presente, porque la sinergia es tan abundante, que el mundo empieza nuevamente a desvanecerse, entre sus mismas formas inapetentes de cansancio. Donde la fuerza de un mar de historia baña las faldas de las montañas, desdibujándolas como cera derretida por el sol del mediodía.

Paisaje que alumbran nuestros ojos, que son el despertar de nuestras conciencias, que se olvidan a menudo de expresar y observar. Paisajes que nos recuerdan los pasos de personas entrañables, por olas de tiempo que marcan nuestras presencias. Paisajes no desnudos sino habitados, por unos pocos seres que lo único que quieren es ser visitados, dejando atrás la soledad de nadar en calles de piscinas de líneas vacías, para encontrar el calor de un beso como esencia de un recibimiento, capaz de apaciguar tempestades, así como de dar la bienvenida a nuevos tiempos, como así lo retratara también un día el fotógrafo francés Robert Doisneau. Personas en espera de sus seres queridos, donde la madre política marca el camino, la soledad el vacío de la distancia del tiempo, y el amor el encuentro de todo viajero.
Aunque la tendencia sea la precipitación hacia el abismo gris de la soledad social, no cabe sino intentar interpretar cualquier información, como obra de arte que resplandece entre los andamios de nuestra figura sesgada por las entrañas de un hogar que no se llega a alcanzar, para poder lograr una perspectiva más sólida de todo aquello que hemos dejado atrás, y del abismo negro al que podemos llegar. Aún así sigamos, sin que nos acuse el cansancio, porque todavía nos por poblar hasta el espacio.





















miércoles, 4 de enero de 2017

LAS OCAS












"El mundo nace cómo un juego, las fichas son el mismo tablero. Conspiraciones, caminos, espirales que te llevan a un sueño. La eficiencia de la energía, un reto. Pero tira el dado, que una mujer está mirando. Sube la nube, baja el recelo. La luz comienza de nuevo."


La luz debe proponértelo, un ángel cae del cielo, la luna se cega con el señuelo. Un ángel vuelve al cielo. El demonio sigue el juego. El mundo transforma su tablero. La energía se convierte en 6.0
Alemania marca el reto. España adapta su derecho. El futuro cae en el 58 y vuelve a partir de cero. Las OCAS se ríen porque se han quedado solas con la cárcel y el nuevo proyecto 5.0"