jueves, 23 de febrero de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE IV


CAPITULO IV

Wilmington

(Un mes más tarde)


Nunca vi telas tan hermosas como las de aquellos vestidos tan elegantes. Iba mareada todavía por el viaje. Patrick estaba a mi lado. Por un momento cogió mi mano. No tuve fuerzas para soltarme. Agradecí la hermosa candidez de un gesto temporal, o tal vez, temprano. Mis hijos estaban de pie junto a mí. Miraban fijamente la mano de Patrick. Rodrigo tenía el mismo gesto de odio que tuvo su padre justo antes de mi partida. Llevaba un mes sin verlo, pero todavía podía ver su rostro en mi mirada, sobretodo cuando ésta se perdía en la nada buscando la voz de Lucía.

-Patrick, Wilmington es perfecto para nosotros.- Le susurró Davis a Patrick en el oído. Patrick hizo un gesto de complicidad, asintiendo con la cabeza. Después le ordenó que volviera al barco. Davis era el primer oficial a bordo del barco. Sin soltarme la mano, giró su cabeza para poder hablar conmigo. El murmullo del gentío era insoportable.-Eulalia, pasaremos una pequeña temporada aquí, no te importa ¿verdad? Tenemos que resolver unos asuntos-. Me extrañó la cortesía de Patrick. Sólo hacía un mes que lo conocía - ¡Pero! ¡no tengo nada, Patrick! -No te preocupes Eulalia, todo va a salir bien.- El bien sonó como una sentencia pura y firme. Mi cara cambió de gesto. Sentí un alivio que me recordó, a una versión lejana de mi propia vida.

-Ven conmigo.- Dijo Patrick. Mis hijos inmediatamente comenzaron a andar posicionándose al lado de Patrick. Me quedé la última, con cierta expresión de sorpresa. Mi voz no salía de mi garganta, por lo que, apretándome el alto vientre, me dispuse a seguirlos, cómo última ave que sigue a su bandada en pleno vuelo, para no perder el rumbo de su nuevo destino.

Caminamos un cuarto de hora. Las calles eran amplias, aún así, perdí la orientación. La delicadeza de la piel de las Damas era sutilmente perfecta. Agachaba la cabeza cuando pasaba al lado de ellas, en un gesto de sumisión, dada mi precaria situación. Iban acompañadas de Damas negras, de esclavas, de ojos tan intensos como el vasto desierto de México. Mi padre me había enseñado que todas la mujeres eran Damas. Era la primera vez que salía de México, y mi mente era un devenir de sus sucesivos recuerdos. Intentaba imaginarme a Lucía jugando con mi madre, cada vez que mi mente me lo permitía. Por lo menos sabía, que en su prolongado descanso junto a mi madre, le acompañaría una cruz blanca sobre su cabeza.

Durante el viaje en barco, Patrick terminó por enseñarme su idioma. Evidentemente, yo ya tenía algunas nociones por las amistades de mi padre y de mi marido. No me resultó difícil aprenderlo. Patrick fue muy paciente conmigo. Mis hijos a base de hablar con él también tenían algunas nociones que después perfeccionarían. 

Un carruaje nos hizo parar de repente. Se había hecho de noche. Patrick inmediatamente me cogió y me impulsó hacia él. A continuación subieron mis hijos, y por último él. Se sentó a mi lado. Mis hijos se dispusieron a descansar para aprovechar el tiempo del trayecto. Patrick me volvió a coger la mano y no la soltó hasta que paró el carruaje. Llegamos a una casona que estaba en las afueras de la ciudad. Estaba rodeada de otras casas semejantes. El olor fresco a hierba me recordaba a aquel rincón perdido del jardín de mi infancia. ¿Qué será de mi padre? pensé. Durante un pequeño instante mi pensamiento fluyó en el devenir de su imagen y la de Ignacio en España, los dos solos, luchando por una supervivencia diaria, en ausencia de la asumida comodidad de una vida robada.

-Ignacio debe ser un hombre ya, por lo menos veinte años debe tener. Pobre padre, la soledad ha invadido su vida para poder criar al hijo de Rodrigo.- En ese momento, la furia se mezclaba con la sangre de mis venas,  invadiendo la rabia todo mi esfuerzo. Patrick tuvo que notarlo, pues fue en ese mismo instante cuando me soltó la mano.

Éste subió las escaleras de la casa. Ésta era de color teja, de grandes balcones blancos, decorados con visillos de seda azul. Contaba con dos plantas y una buhardilla. El olor a humedad me era familiar, pero a la misma vez desconocido en su aspecto. Me giré antes de subir a la casa, para investigar sobre aquellos misteriosos olores. Había una especie de carriles que semejaban calles pequeñas, pegadas a las casas. De entre los baldosines refutaba hierba de un intenso verde. Para mí era algo totalmente extraordinario. Me quedé perpleja. La casa contaba con un pequeño jardín en su entrada y una escalera de unos diez escalones para poder acceder a ella. El jardín estaba totalmente abatido, denotaba el vacío cómo propietario de una prologada estancia de tiempo. 

Subí las escaleras. Patrick ya había entrado en la casa. Me estaba esperando al final del salón principal. El olor dentro de ella era semejante al de una Iglesia. Un olor que refuta esperanza, pensé. Para mi sorpresa la casa estaba habitada, por todos los utensilios que pude ver en ella. -Eulalia, debes descansar. -dijo Patrick- Mañana va a ser un día agotador para ti. Tienes que comprar ropa, comida, en fin, lo que tú creas conveniente para abastecerte. Como mínimo vamos a estar unos cinco meses hospedados aquí. La casa es grande, no creas. Mira sus balcones, los muebles son de roble. En la cocina caben por lo menos quince personas. Y aguarda una sorpresa dentro de ella. Estás agotada, mi preciosa Eulalia. Es de noche. Elegid habitaciones y disponeros a dormir. Las habitaciones están en la primera planta. Yo dormiré aquí abajo. Nadie nos conoce. - Y cuando se disponía a salir por la puerta sonó un -Todavía-.

Acosté a los niños. No recuerdo más. Solamente que me quedé dormida en la cama de mi hijo Rodrigo. Mi último recuerdo fue, cuando me dispuse a darle su último beso del día. Al abrir los ojos me lo encontré abrazado a mí. -Mi pequeño osito perezoso-, pensé. Tenía la misma mirada de su padre. Sin duda iba a ser un muchacho bien parecido. Salté de la cama rápidamente, asustada por la tardanza de mi madrugada. Salí corriendo por el pasillo para dirigirme a las escaleras, cuando de repente choqué con Mary, una dama negra, de gran corpulencia y altura. De rasgos nobles, sin duda.  -Buenos días, Señora.- -Dijo ésta- Me han dicho que tengo que ayudarles con el baño.- -¡Baño! ¡Qué baño!- Pensé. Había pasado tanto tiempo en el barco, que ya no recordaba lo que era asearse, o tener intimidad. De repente, tragando saliva y disimulando, le respondí - -¡Claro, el baño! ¡qué tontería!- En ese mismo instante, ella soltó una gran carcajada. Se había dado cuenta de que yo no sabía lo que era un baño. Para mí era algo inconcebible. Yo solía utilizar barreños para nuestra higiene personal. 

-El baño está al final del pasillo, señora Eulalia. Además, cuenta con un espejo que llega hasta el suelo. Le va a venir muy bien, créame, no sólo por el olor que la señora desprende. Por cierto señora, tenga cuidado con su acento mexicano, aquí no son muy bien recibidos, y perdone por el atrevimiento, pero me cae bien la señora, además la señora es negra como yo.- 

Mi enfado no contempló límites cuando de un portazo cerré la puerta del baño. Era la primera vez que una criada me hablaba así, con ese descaro. Mis hijos inmediatamente abrieron la puerta, soltando grandes carcajadas también. En ese mismo momento Inés preguntó por Lucía. Se hizo un gran silencio. No supe que decirle. Rodrigo se agachó y cogió a Inés y le dijo -Lucía también está en otro baño ahora mismo, pero lejos de aquí, muy lejos de aquí. Al incorporarse Rodrigo quedó muy sorprendido, haciendo gestos de alegría, señalando hacia una especie de fuente, que después todos llamaríamos bañera. Inmediatamente se metió dentro de ella. Inés y Álvaro fueron tras él, dando un pequeño salto para impulsarse y caer de cabeza. Los tres jugueteaban dentro de ella cuando llegó Mary con calderos de agua, y sin mediar palabra los vacío sobre sus cabezas. Después sacó unas pequeñas pastillas de jabón y las lanzó hacia el agua. De repente se desprendió un olor a jazmín por toda la casa, provenía de las pastillas de jabón. Mary, me miró y dijo en voz alta y con cierta ironía -Empiece a desnudarse, después le toca a usted- Me desnudé enfrente del espejo. Mi cuerpo, aún ensangrentado y sucio, denotaba todavía cierta elegancia y belleza.

Los niños salieron de la bañera pasada una media hora. Mary se ocupó de vestirlos inmediatamente, por lo que ahora me tocaba a mí enfrentarme a aquel barreño gigantesco. La inseguridad invadió todos mis sentidos. Sentí miedo. Parecía que ese objeto resbalaba. Además tenía que estar tumbada, y desnuda ¡Por la Virgen de Guadalupe! ¡qué ocurrencia! Metí un pie y después el otro, y sin mediar el tiempo, me vi con todo el cuerpo tumbado en suelo de la bañera. Fue un buen golpe, sin duda. No se si me dolió más la caída de mi cuerpo contra el frío mármol, o la caída del agua ardiendo sobre mi cabeza. Mary soltó nuevamente otra carcajada. -Señora ahora parece que está desteñida- dijo con sarna. Ésta vestía siempre de negro, por lo que muchas veces sólo podía distinguir de ella sus ojos o sus dientes. Una vez por la noche, me choque contra ella, con tanta fuerza que cayó al suelo, y eso que la tenía enfrente. A Mary le hizo mucha gracia, y fue en esa ocasión cuando me dijo -Además de desteñida, ciega.-



Cerré los ojos por un instante e introduce mi cabeza dentro del agua. Escuché la puerta abrirse lentamente. Enseguida cesó el ruido. Me incorporé, sentándome en la bañera. Vi claramente la figura de Patrick en la puerta. Me estaba observando descaradamente. Me quedé perpleja e inmóvil. -Vístete o llegarás tarde.- Aseveró. Me miró de arriba a abajo y se fue. Jamás pensé lo que suponía ser mujer hasta ese momento. Siempre había estado bajo el yugo de mi padre o de mi marido. Ese yugo había desaparecido de repente, por lo menos en ese momento. Tardé varios minutos en reaccionar, en tomar conciencia de la nueva situación. Estaba a merced de Patrick.

Me vestí, y nos fuimos los niños y yo al centro de la ciudad. Patrick nos dejó bastante dinero. Había una tienda con ropa hecha. Simplemente no podía creerlo. Yo estaba acostumbrada a mis costureras. Parecíamos mis hijos y yo ratoncitos enfrentándose a un mundo de experimentos humanos. Era una ciudad muy viva, con jardines verdes, y muchas fuentes con agua. La humedad del ambiente aliviaba nuestras pieles agrietadas por el sol y el viento. El devenir de sus gentes era continuo, y el trasiego de personas buscando oportunidades también. Afortunadamente mis hijos y yo nos defendíamos con el inglés, por lo que pudimos comprar con cierta tranquilidad, aunque he de admitir que nuestro aspecto, llamaba la atención de los ciudadanos de Wilmington, confundiéndonos  con mestizos mexicanos, por lo que en alguna ocasión nos atendieron con un cierto trato inadecuado. 

Al entrar en una tienda de telas pude escuchar una conversación entre dos mujeres. -Mi hijo se va a Chapel Hill a estudiar.- Dijo una de ellas. La otra le respondió -¡A la universidad, claro! ¡Qué suerte tenéis! la han construido hace poquito.- -Sí, Charles, ha tenido mucha suerte.- Yo conocía de la existencia de la Universidad de Salamanca por Rodrigo y mi padre, por lo que en ese instante miré a mis hijos, Rodrigo y Álvaro, y pensé que ellos podían llegar a ser Charles. Mi cara se iluminó. Yo ya sabía que no iba a regresar jamás a México, por lo que debía de pensar en el futuro de mis hijos cómo si no existiera un padre para ellos. 

Oí una discusión a lo lejos. Era Patrick con un señor. Después nos enteramos que éste era de Texas. Mis hijos y yo seguimos a Patrich durante un largo rato. Estaba bajando la mercancía del barco. Parte de la mercancía llevaba el sello de mi Hacienda, y parte de ella se la llevó ese extraño hombre. Por un grito de Álvaro al chocar conta Rodrigo, Patrick nos descubrió. Se dirigió hacia nosotros, y con gestos trémulos, nos dispuso un carruaje para llevarnos de nuevo a esa casa. -Aguarda allí, qué enseguida nos vemos. Tienes una sorpresa, mi querida Eulalia.-

Estaba absorta en mis pensamientos, cuando de repente alguien abrió la puerta del carruaje. Me ofreció su mano para bajar, aunque yo no sabía qué hacer. Dudé en tomársela o rechazársela. Pero, ¿y si era Patrick? Tomé aquella mano. Al dirigirme hacia la puerta pude ver la cara de ese señor. Se trataba de un chico moreno, muy atractivo. Callé. Bajé del carruaje, sin soltar su mano. Al bajar yo , hizo el mismo ademán con mis hijos, bajándolos de uno en uno. Nos agrupamos los cuatro frente a él. Estaba serio y distante. Después ayudó al cochero a bajar todos los paquetes que habíamos comprado. Le pregunté que quién era. No dijo nada. Simplemente esbozó una pequeña sonrisa.

Entramos en casa, el cochero nos ayudó a meter los paquetes que habíamos comprado. Los dejó en el suelo con cierto desdén y desorden. Mary apareció de repente. -La cena está servida- me dijo. Yo le respondí con cierto desagrado. - Mary no esperaba que la cena estuviera servida en  hora tan temprana. Por favor haz lo que tengas que hacer, mientras yo y los niños nos cambiamos para la cena. No te preocupes Mary, enseguida bajamos.- Estando arriba escuché murmullos y risas contenidas. Bajamos enseguida los cuatro. Al dirigirnos hacia el salón principal, los ruidos inesperadamente cesaron. Al entrar en él, vimos a Rodrigo sentado presidiendo la mesa. Escuché la puerta cerrarse. Me giré para ver ese ruido tan insólito. Y fue entonces cuando vi a un hombre de avanzada edad, sujetando una gran copa de coñac. Junto a él el joven que nos había ayudado a bajar del carruaje. Ahora estaba más relajado. Callé durante unos minutos, para después decir con una inusual tranquilidad que cegaba más que asumía: 

-Padre ¿cuánto tiempo? Has cambiado mucho ¿Él es Ignacio?-




viernes, 17 de febrero de 2017

LE DIJO LA MOSCA AL GRILLO



Una vez, la mosca le dijo al grillo:

¡Adivina, adivinanza qué tiene el Rey en la panza!
No es un cielo, ni el envuelto, es un campo azul,
dentro de un sueño.

No te rías, por qué tú vas enseguida. Mírate, y
ahora fíjate en tu alrededor. No bailan las olas,
porque el enjambre oculta las rocas. Tal vez sea
año de moscas, o tal vez sea, época de hacer bailar
a las ostras, cerradas porque de ellas nacen las joyas.

Creo que todavía confundes, realidad con la ficción,
de no poder jugar con el telón. Tienes el poder, y todavía no
sabes cómo hacer ese oro, que se pierde si no ganas la vez.

Debes repetir tres veces lo prohibido, después continuar
por el camino de lo establecido, hasta llegar a la columna
de la izquierda, que te llevará a la caminata de la merienda,
que ha preparado tu vecina, para que continúes con tu visita.

Parece un absurdo pero no lo es, pues en la merienda encontrarás
tu vez. Tu poder se volverá mantón de hilo fino, tus palabras
de mudas pasaran a la liquidez, una paz vendrá, aunque el mal
no se ocultará.

Y si quieres nos vamos a Japón, a disfrutar de lo que será una
nueva visión. Enseguida irás, y tus manos frías volverán,
pero la luna te calmará para que alces tu voz en Bogotá.

De tu cuello nacerá laurel, para que de sus ramas puedan
los hombres recrearse. Soportarás su peso, con la dignidad
de la tela asfáltica.  De tu requerido beso nacerá una ley resistente y oscura,
para que los hombres puedan mojarse, sin ahogarse.

Pero rectificarás, y de tu cuello de nuevo nacerán nuevas hojas
de enclave, dónde los hombres esta vez jugarán con ese campo
azul, y esas perlas que le hagan traer las olas, esas que nacen más allá
de las rocas.

...y se fue la mosca dejando solo al grillo y a su molesto chirrido

domingo, 12 de febrero de 2017

LA CASTA DEL AMOR

Una vez me pregunté que qué era el amor. Sinceramente no lo sabía. En una sociedad donde las esposas se están convirtiendo en las amantes clandestinas de sus propios maridos, no es de imaginar que el concepto de amor esté evolucionando hacia algo también clandestino. Vemos a los enamorados como una especie de secta rara, prohibida y oculta, donde para distinguirse, utilizan algún tipo de señal codificada. Qué no es un corazón obviamente, pues serían descubiertos, puesto que tienen que llevar cuidado, porque si son identificados, por los fríos comensales, pueden acabar en el calabozo de la soledad.

Esta secta es peligrosa, porque no distingue de clases, estatus, roles, edades, intereses, razas, sexo, errores, dificultades ni condiciones. Se pueden mezclar todos con todos, sin hacer distinciones. Miento, si hay una condición, tienen que amar a su pareja hasta que se apague el sol. Para no ser descubiertos, utilizan mensajes ocultos, en versos, en canciones, a través de sus ropas, en sus actividades diarias ... Todo vale, para crear la ilusión del amor. 

Hay unos pocos afortunados, que tienen como privilegio el beneplácito de su sociedad, para poder mostrarlo sin ningún tipo de tapujos. Lo pasean, le dan de comer, lo visten, lo limpian cuando se ensucia, si es menester. Pertenecen a una clase superior, que produce la admiración de todos. Son cómo Reyes y Reinas elegidos por Dios, para el que crea obviamente, iluminados en sus consciencias, para poder mostrarlo como su referencia. Es la élite de todas las castas. Fue la primera en engendrarse en el mundo. Ellos son los elegidos para identificar el profético verdadero amor, y cómo caballeros y damas, han luchado para obtenerlo en grades batallas. Han hecho de él su código ético. Y si es necesario han muerto para defenderlo.


El amor nace de la escarcha temprana,
juega con tu sonrisa, para encender nuestra llama.
El amor crece con el rocío de la mañana,
juega con mi corazón, para crear nuestra unión.
El amor madura con los hilos de la esperanza,
juega con los tiempos, para proteger nuestros recuerdos.
El amor perdura con el fuego del ansia,
juega con la pasión, para florecer en cada emoción.



Pero ¿qué es el amor? ¿cómo llena nuestras almas? Somos juguetes a su merced, maneja nuestros hilos sin más premisa, que buscar una sonrisa de felicidad en el alba de una mirada. Mirada cómplice, que nos llena de esperanzas, para seguir viviendo en cada madrugada. No cabe dolor si sabes mimarlo, pues a veces, es cómo un niño maleducado. Te mina despacio, cómo un virus descontrolado. Ten por seguro, que cuando te llena, quedarás inmunizado a su antagonía, por lo que vivirás feliz, sintiendo su acelero, permitiéndote vivir sin consuelos. 

"Amor, calla, que mi alma se ensalza, 
ante tu belleza, cuando me miras sin decir nada,
pues en la nada te espero, pues soy el que te ama,
porque sé que en tu todo nació mi nada."






martes, 7 de febrero de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE III

CAPITULO III


CHAMPOTÓN  1795


El carruaje paró tres veces. Prácticamente ni me percaté, pues no podía pensar en nada que no fuera Rodrigo. Metí la mano en mi bolsillo, cómo hurón que busca en su madriguera, para percatarme de que efectivamente llevaba mi pequeño manuscrito dentro de él. Siempre lo llevaba encima, pues en él escribía todos aquellos fragmentos de escritos que me habían aportado algo de luz, en mi búsqueda del conocimiento del saber. A Rodrigo no le gustaba que yo leyera tanto, me regañaba diciéndome:

- ¡Un día vendrá la Inquisición por nosotros! ¡Nos puedes meter a todos en un lío!

Y yo le respondía con el mismo verso de sor Juana Inés de la Cruz:

"Hombres necios que acusáis 

a la mujer sin razón, 

sin ver que sois la ocasión 

de lo mismo que culpáis.


Después se calmaba, agachando la cabeza, musitando en silencio recuerdos de un desorden de lo ordinariamente establecido, besando mi frente de madurez temprana, en un gesto de concordia de perdón, que no lograba saciar. Las ansias de mi pecho se llenaban entonces, al ver que con sólo un verso se podía ganar una batalla. La batalla de un beso.

Mis hijos, se quedaron durmiendo, yo les pasaba la mano por sus pequeñas espaldas. Lucía, Álvaro, Inés y Rodrigo, contaban con la edad de cuatro, seis, ocho y diez años respectivamente. El carruaje paró de golpe, quedaba poco para llegar a Champotón. Miré por la ventanilla. La suciedad me impedía ver con claridad. Todo quedó en silencio. Mi respiración se agitaba en mi vientre, cómo un huracán que no encuentra la vertiente. Agaché a mis hijos con un gesto de autoridad, sin dejar de mirar por la ventana. El cochero elevó la voz, y me dijo:

-Señora, no se mueva de su asiento, se ha roto el cabestrillo. Tengo que ir a pedir ayuda. Tardaré una media hora. No se apure, enseguida vengo.

El cochero era un mestizo de unos treinta años, bien parecido, aunque de talle pequeño. Se llamaba Mario, y trabajaba para mi marido como recadero. Me costó convencerlo para ir a Champotón, pues no se terminaba de creer, el plagio de mi verdad subtitulada de compras de telas de sedas y encajes, necesarias para la próxima sesión de bailes que en verano  iba a organizar Rodrigo, para aumentar, según él, la cultura de la política criolla, en representación de su Virrey. Sinceramente sólo quería pasar unos días sola, para poder pensar en la autenticidad de Rodrigo, porque el mar de su mentira, ya había bañado mi mente. Deseaba darle una oportunidad, cómo viento que deposita el néctar de una flor, para que vuelva a nacer de ella un nuevo color. 

Al pasar unos diez minutos, ya no se distinguía en el horizonte la imagen de Mario. Hacía mucho calor, por lo que tuve que desnudarme, con cierto decoro, un poco más el pecho y las piernas. Mis hijos empezaron a exigirme agua. El clamor de sus bocas me producía estupor. Nunca habían tenido una necesidad imperante de agua, no conocían la sed. Me quedé por un momento paralizada, cómo si la madera del suelo del carruaje se desvaneciera en forma de grilletes para apresar a mis pies. 

El grito desesperado de Lucía me hizo reaccionar. Siempre había tenido la protección de mi séquito de criados indios ¡Qué pena no habérseme ocurrido nunca leer algo para poder sobrevivir a una situación de esta envergadura! pensé. Mi cabeza estaba llena de poesía, novelas caballerescas y de filosofía, pero fue en ese mismo instante, cuando me dí cuenta de que no sabía nada realmente de la vida. Nos limitábamos a verla, mis hijos y yo, a través del cristal de la comodidad, pero sin llegar a mezclarnos con su vulgaridad.

El segundo grito de Lucía me hizo reaccionar, abrí la puerta y salí del carruaje, me subí al asiento del conductor. Me senté en él, me giré, y empecé a mirar por la parte de atrás, pero no vi nada. Me asusté con el tercer grito de Lucía. Perdí la noción del tiempo, no sabía que hora era. Mi mano temblaba. Mis hijos empezaron a gritar, estaban sudando. Entré dentro del carruaje. Lucía estaba exhausta. Miré por la ventana. No vi nada. De repente giré, otra vez, la cabeza hacia la ventana, cómo si la intuición hubiera cogido las riendas de mis dislocados sentidos. En ese mismo momento pude ver una mano que bruscamente se posaba en ella en forma de manotazo. Todo quedo en silencio, que describía la quietud del miedo. Busqué desesperadamente en mi pecho una pequeña medalla de la Virgen de Guadalupe que mi padre me regaló cuando era pequeña, y me puse a rezar.

Pasaron unos minutos de angustiosa agonía, hasta que finalmente la puerta se abrió. Cerré los ojos, sólo pude escuchar las voces. Voces varoniles. Nos arrastraron hacia fuera del carruaje con una violencia insólita jamás reconocida por mí. Lucía se puso a llorar perdiendo la total cordura. Sus movimientos semejaban a los de un corderillo a punto de ser sacrificado. Yo mantenía los ojos cerrados. Sacaron los baúles, mientras maldecían la suerte de las autoridades venidas recientemente de Europa. Lucía se calmó por fin, mientras ellos continuaban registrando el carruaje. Todo pasó con tanta celeridad, que al instante de estar tumbada, me pareció que ya empezaban a marcharse. Se llevaron algunas joyas y vestidos. Pero mi cuerpo reaccionó extrañamente al sonido de la lejanía de sus caballos. Perdí la consciencia, no pudiéndola recuperar hasta pasada una hora. 



Al despertarme, encontré a mis hijos alrededor de mí, excepto a Lucía, que permanecía tumbada. Me dirigí hacia ella, su cuerpo estaba inmóvil. Le dí la vuelta. Vi que su frente estaba golpeada. Había una piedra ensangrentada debajo de ella. Sus rizos negros barrían el suelo mientras yo la abrazaba. No lloré, sólo imploré fuerzas, mientras miraba a mis otros hijos. Cómo espectro que resurge de la noche de alguna estela, me dirigí al carruaje, y allí la dejé tumbada. Cogí de la mano a mis otros hijos, y comencé a caminar hacia Champotón. 


A mitad de camino nos encontró Mario. Sin mediar palabra y con cara de desmesura por el desánimo, nos guió hacia el puerto, cómo si no hubiera pasado nada. Él llevaba a Álvaro sobre su costado. No quiso hablar hasta llegar a Champotón. Yo llevaba a Inés, protegiéndole la cabeza con mi mano, con tanta fuerza, que a la niña le costaba respirar. Mis hijos se limitaban a seguirme. De vez en cuando, Rodrigo me preguntaba por Lucía, aunque supo interpretar el peligro que nos acechaba, por lo que adquirió una inesperada conducta de ayuda, reflejando por primera vez un acto de madurez.  Al llegar allí, le dí ordenes expresas a Mario de que no quería bajo ningún concepto que se supiera la verdad.

- Rodrigo no tiene porqué enterarse de lo sucedido ¿De acuerdo Mario? Deshaz  el camino andado hasta llegar al carruaje. Coge a Lucía y entiérrala en la tumba de mi madre. No quiero que digas ni una palabra de lo que has visto hoy. Es una orden. 

Mario hizo exactamente lo que yo le dije. No lo volvería a ver hasta pasado mucho tiempo. Me senté en un banco con los niños, para poder pensar. Era la primera vez que me sentía sola. Llevaba un traje verde aterciopelado. Iba a comenzar el verano. No pude recordar a Lucía esa tarde.

Con la mirada perdida, pude distinguir unas sombras que se acercaban hacia mí, una de ellas era reconocible. Se trataba de George Midol. La suerte me sonrío, como pez que salta  por primera vez y logra ver la claridad del alba. Se dirigió hacia mí asustado, contemplando la monstruosa escena.

- George, no preguntes. Ha sucedido todo tan deprisa. Rodrigo no debe enterarse jamás de que me has visto. Se moriría, y acabaría con su carrera.

Al verme las piernas, se dio cuenta de que había restos de sangre reseca, y fue entonces cuando dijo:

-Tienes que marcharte de México. Yo te ayudaré. No te preocupes. Ya pensaré lo que se le va a decir a Rodrigo. Vete Eulalia, e intenta olvidar lo que te ha pasado. 

George salió corriendo y se dirigió a un navío inglés. Los dispuso todo en un par de horas.

-He hablado con el Capitán Patrick. Entiende la situación. Está preparando un camarote para ti y tus hijos. Es un buen hombre. Es un hombre de mi confianza. Estarás a salvo. Toma este salvoconducto para cuando llegues a España. Te estará esperando Miguel. Él te ayudará. Todo va a salir bien, Eulalia. No te preocupes. Yo me encargaré de todo.

Me dio un beso en la mejilla, y esa misma tarde partí hacia España. O por lo menos, eso creía yo. Agotada y herida, intentaba acunar a mis hijos sobre mis regazos. Patrick, era un hombre de unos cuarenta años, bien parecido. Su piel blanca sobresalía de la calma de la tez de nuestros congéneres.

Al subir al barco me percaté que la mayoría de la tripulación era española. No podía pensar, estaba ensimismada por el dolor y por el calor sofocante. Pero me resultó extraño. Patrick se acercó a mí, y con acento inglés me dijo:  

- Buenas tardes Eulalia. Ya me han contado tu infortunio. Tarde o temprano George dará con los maldecidos que te han hecho esto. Pero tengo que pedirte un favor, tienes que cambiarte el nombre durante la travesía. Antes de ir a España vamos a ir a Carolina del Norte, para recoger unas mercancías. Procura descansar.

Me dirigí hacia el camarote con mis hijos. Rodrigo al tumbarse en la cama cayó desvanecido por el cansancio. Inés iba durmiendo sobre mi pecho. Cogido de la mano llevaba a Álvaro, que se sentó sobre mí. Comencé a inspeccionar el camarote con mi mirada, sin pensar. La madera estaba pintada con barniz oscuro, había un olor a mar y a humedad, La puerta estaba abierta, por lo que podía ver el trasiego de los marineros. Mi mirada se paró bruscamente, cuando por casualidad pude ver, que muchos de ellos llevaban a la bodega paquetes con el escudo de mi hacienda. La perplejidad se hizo dueña de mí, y sin darme cuenta me quedé dormida en un pensamiento que fluctuaba en el saber, de por qué realmente estaba yo allí.