domingo, 25 de septiembre de 2016

Zoël

Siglo IX a.c

Estaba lloviendo, y era una mañana de gris invierno, con gotas de un azul celeste. Su barba estaba empapada, pero Zoël no dejaba de implorar, con sus labios inertes, extraños rezos a los dioses. 

Helena observaba a Zoël con la cara embebida de tristeza. Lo observaba, con la intención de salvaguardar su imagen, en los latidos, de se acorazado corazón. Zoël la miraba con los ojos perdidos, con gesto de una añoranza temprana. Zoël cerró sus puños, con tal fuerza, que su piel, empezó a desmigajarse, de entre sus dedos, ya ensangrentados. Los dos sabían, que tenían que cumplir con órdenes del Rey de Cambria.

Ella se acercó a Zoël, le cogió la mano, abrió su puño, y la posó lentamente sobre su vientre, cómo si le volviera a marcar de nuevo, el compás de las notas de música, que una semana antes, Zoël le había tocado.

- Mi carne, sólo, conocerá de la carne de Diom, discípulo de Coes, discípulo de Zeus . Mi vientre sólo engendrará su hijo . Tú serás el faro que guíe mi espera.- 

Giró las manos de Zoël, y puso sobre ellas, unas semillas de laurel, arrancadas de las ramas, de la mismísima Dafne. 

Después él, se arrodilló, rendido a la evidencia de una espera, y posando su cabeza en las caderas de Helena, le dijo:- tu seno, será el único puerto al que se amarre, mi vida.-

Zoël venció sus brazos, dejándolos caer, liberando la cintura de Helena. No podía tocarla durante mucho tiempo, sabía el riesgo que eso conllevaba, aún así, no desistió, de su sentimiento, preñado de del más alto empeño, y siguió acariciándola.

La boca de Helena, esbozó una lágrima, en forma de sonrisa, y arrodillándose también, junto a Zöel, abarloó su cabeza con la de él, con tal lentitud, que al viento le dio tiempo, a arriar su pañuelo, de tal forma, que quedaron anudados sus cuellos, sin poder remediar, cuál destino final, un apasionado beso. Tras el beso, Helena, se puso de pie, y comenzó a caminar colina abajo, llevándose su futuro tras ella... el viento.

Zoël se quedó sólo en la colina. Y se tumbó en la hierba, boca arriba, sujetando las semillas de laurel. Tres días permaneció tumbado ahí, sin cambiar un vértice la postura de su cuerpo. Al cuarto día, empezó a llover, por lo que, su boca se abrió, sin él quererlo, y en un acto de supervivencia desesperado de su cuerpo, comenzó a beber. Sus manos temblorosas, se abrieron como una flor, con las primeras gotas de la primavera, cayendo las semillas de laurel al suelo embarrizado.

Al quinto día, observó cómo una sombra, le cubría su cuerpo. Después desapareció, pero al instante, esa sombra volvió a cubrirle, otra vez, toda su lángida figura. Intentó abrir sus ojos, pero estaban sellados por el barro. Aún así, pudo distinguir en el cielo, la silueta de un águila. Sus alas, parecían estar formadas, por plumas de fuego, desprendiendo tal calor, que Zoë, creyó estar envuelto, por suaves mantas. 

Al sexto día, el águila bajó volando del cielo, acunándose lentamente por el viento. Zoë pudo distinguir, en la lejanía, que ésta, llevaba una lechuza en el pico. Conforme el águila, iba deslizándose hacia abajo, y acercándose al cuerpo de Zoë, el viento producido por sus alas cobraba, cada vez, más fuerza, limpiando toda clase de arrastre, que tanto el clima y el tiempo, habían dejado sobre el cuerpo inerte de Zoël. El águila aterrizó, junto a él, haciendo que la piel de Zoë ardiera, con el calor, que desprendía el fuego, de las plumas de sus alas. Con sus garras, sujetó la cabeza de la lechuza, y con su pico, le arrancó sus ojos, y con un movimiento brusco y veloz, los introdujo en la boca de Zoël.

El águila se marchó, y regresó, al séptimo día. Esta vez, trajo con sí, un trozo de hígado. Zoë llegó a pensar que, se trataba del hígado del mismo Prometeo. Igual que hiciera el águila con los ojos de la lechuza, así mismo hizo, con el hígado que llevaba en su pico, saciando el hambre de Zoë, que no pudo resistirse, a la consagración del vuelo del águila.

Al octavo día, el águila incorporó a Zoël, y lo conminó a andar. Los primeros pasos de Zoël, fueron torpes, y descuidados. Pero, después, conforme la práctica hacía uso, de la magia de su movimiento, Zöel, comenzó a andar, con total normalidad. Bajó la pequeña colina, frondosa en pequeñas flores blancas, y verdes tallos, hasta tropezar con enormes piedras blancas. 

Se dispuso a sentarse, cuando, en ese mismo momento, llegó, un andrajoso anciano, de largas y grisáceas, cabelleras. Se acercó a él, y comenzó a hablarle:

- En estas tierras griegas, el cielo es su presencia, ¿no crees?, Es increíble cómo el tiempo juega con nosotros, sin apenas darnos cuenta. ¡Qué sintieran, mis viejas piernas, otra vez, la juventud de tus pasos, joven Zöel! -Zöel, con gesto de hospitalidad, se acercó a él- Sí, efectivamente, el tiempo pasa, y no en vano, créeme. Pasa por mis ojos, y por mi boca, que confunde palabras, de otras tierras lejanas, pero aquí, sigo, todavía vivo. -Sacó enérgicamente, de su forja, dos estacas, y las cruzó-. 

-¿Has visto -continuo hablando el anciano- lo que se puede hacer, cuándo cruzas algo? Por ejemplo, esta dos estacas, estáticas en su tiempo, al cruzarse, en su movimiento, se convierten en algo divino, sagrado ¿no te lo parece, Zoël? a mí, siempre me ha resultado curiosa esta imagen. Toma te las regalo, yo ya no las quiero, pronto mi estática presencia, se convertirá, en una errática, inexistencia, en un bosque, que todavía, me queda por  explorar. Límites, que conviene, saber, por si algún día, he de regresar a esta colina de Mítaca. 

El anciano, puso las estacas cruzadas, en la mano de Zöel, y con un gesto de malévola complicidad, se fue, camino abajo. Zöel las guardó, en su bolsillo.



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Zöel, sabía, que ya no volvería a ver a Helena, hija del Rey de Cambria. El padre de Helena, Targos, le contó a Zöe, que Cambria, era una isla situada al otro extremo del mar jónico. El Rey de Cambria, estaba encarcelado en un conflicto, que duraba, ya cinco años, con Diom, Rey de Argo. Por eso, fue a Mítaca, porque sabía que Diom estaba allí, y quiso implorarle a los Dioses, el cese de la guerra. Tras la súplicas, los Dioses parecieron escucharle, sobretodo Afrodita. Afrodita quedó prendada de la belleza de Helena y Diom, por lo que proveyó a Helena de su misma gracia. Y dispuso a Cupido, para que Diom se enamorara de ella. De esa unión nacería, la paz de sus pueblos. 

Diom, al comprender la estrategia de Afrodita, intentó protegerse, del rayo de luz, que escondía la flecha de Cupido, cruzando dos estacas, junto a su pecho, que previamente había arrancado del suelo. El rayo alcanzó a las estacas, impregnadas de la tierra de Mítaca, convirtiéndolas en oro. Diom, no pudo más que cerrar sus ojos, pero al volver abrirlos, quedó hechizado por la figura de esas dos estacas cruzadas, y por la tierra de Mítaca, cambiando así su destino. De repente su piel se agrietó, como las grietas que surcaban Mítaca, convirtiéndose en un anciano. Al ver, la transformación de su cuerpo, salió corriendo, despavorido, dirección hacia las montañas de Mítaca. Terminó la guerra, eso sí, pero no tras la unión de Helena y Diom, sino porque Diom, no encontró más sentido a su vida, que el de llevar esa cruz. Soledad que le acompañaría hasta el resto de sus días.

Zoël conoció a Helena en el Templo de Apolo. Zöel era un erudito de la Lira. Precisamente estaba tocándola, cuando Helena se le acercó, y le tocó su hombro. Resulta que cuando Cupido, disparó a Helena, ésta quedo hipnotizada, con la belleza del gesto de Diom, al intentar protegerse de Cupido, la casualidad quiso, que en ese mismo instante, Zöel tocara la lira, y que su música, celestial en arte, penetrara en ese momento, en los oídos de Helena, por lo que no pudo sino, que sucumbir a los encantos de tales notas musicales. Fue así, como Helena dirigió su vida hacia Zoël, suplicándole que no cesara nunca, de tocarla. 

Zoël, quedó enamorado, de la gracia de Helena. El padre de ella, al comprender la situación, se acercó a los jóvenes, y le imploró a su hija Helena, que saliera del Templo, en busca de Diom. El padre se sentó, junto a Zöel, para hacerlo comprender la gravedad de lo acontecido, y le pidió, que se alejara de su hija. Zoël accedió. Pero, Helena salió corriendo tras Diom, que se dirigía hacia las colinas, y el padre asustado, por no conocer esas tierras, le pidió, a Zöel que fuera tras ella.

Zöel llegó a alcanzar a Helena. Helena se volvió hacia él, y le pidió un abrazo, con la mirada. Él la abrazó, y en ese mismo instante, Zoël, creyó, desmayarse, por sentir la belleza de Helena en su piel. Zoël, estaba acostumbrado a la belleza de sus notas musicales, pero jamás creía, que su piel la pudiera tocar, de esa manera tan real. Tocar la belleza, de un suspiro de piel, junto a su sién, le colocaba en un estado de placer, prácticamente insoportable, para el tacto humano. Comprendió entonces, que Helena, estaba provista del don de la gracia de Afrodita, y que sólo alguien como ella, era capaz de poder tocar, a aquel ser divino, sin caer en el la locura del desvanecimiento. Diom. Diom era el único ser, capaz de tocarla.

Durante una semana, estuvieron buscando a Diom, sin obtener resultado alguno.

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Zoël volvió a coger la cruz, pero comprendió tarde la historia de Targos, y se dio cuenta, de que aquel hombre, de vestiduras raídas, era Diom. Zoël sabía que debía permanecer en esa colina, puesto que, Diom dijo que regresaría. 

Zoël empezó a construir un refugio en lo alto de la colina, para divisar mejor la llegada de Diom, junto al laurel, que estaba brotando. Al principio fue una cabaña, con ramas y barro. Pero pasado un tiempo, se atrevió, a construir una especie de templo cerrado, debido a las inclemencias del tiempo. Tardó en construirlo seis años. Las únicas herramientas con las que contaba, eran las dos estacas unidas. Para construir el refugio, utilizó las piedras, que abrigaban a la colina.

Fueron tres los intentos para construirla. El primero enseguida, fue fallido. En el segundo intento, el refugio, se derrumbó, al intentar construir la cuarta pared. Casi vencido, por la evidencia, del que no sabe construir un hogar, decidió darse otra oportunidad, y fue cuando el águila, volvió a volar sobre aquel lugar. Una semana tardó, en construirla. En lo alto, construyó una especie de extraño sobresaliente, para poder divisar mejor la llegada de Diom. Puso las estacas en aquel sobresaliente, para que Diom, pudiera reconocerlas en la distancia, para llamar así su atención. 

Un año después, a las once de la noche. Diom llamó a su puerta, y cayó muerto. Él al abrir, encontró el cadáver, semidesnudo, a los pies de un pequeño escalón. Enterró el cadáver, y conforme la tierra, lo iba cubriendo, ésta lo iba convirtiendo en un singular polvo, blanco.

Al coger sus ropas, Zoël se dio cuenta, de que algo cayó al suelo. Al hurgar entre la maleza, pudo comprobar de que se trataba, de la estacas de oro cruzadas, que Targo le había comentado. Las cogió, y se metió al refugio. En el fondo del refugio, había un pequeño altar, que había construido para rezarle a los dioses. En el altar colocó, esas dos estacas de oro cruzadas. Todos lo días, rezaba a los dioses, implorando a Apolo, cuando tocaba la lira.Y mirando, hacia la cruz, rezaba también, por el regreso de Helena.

A los tres años, Zoël estaba sentado junto al escalón de su refugio, y comenzó a tocar la lira, la misma música, que tocó cuando conoció a Helena, y cuando alzó la vista, para observar el horizonte, pudo divisar, a lo lejos, la figura de una mujer, que se acercaba. Era Helena, más bella que nunca. Zoë, sabía que no podía, dejar de tocar. Ella siguió caminando, hasta que se sentó junto a él, sin mediar palabra. 

Tocó durante dos días seguidos, y ninguno de los dos, pronunció palabra alguna. Ella que estaba sentada en la tierra, no dejaba con su dedo de esbozar en la tierra, las palabras Helena y Mítaca.  Pero el mismo viento, que en antaño, les unió para besarse, y se fue tras ella, ahora jugaba, intrépido, con las motas de polvo, de la tierra, para borrarle las palabras, que ella con tanta insistencia, no paraba de escribir. Hasta que agotada, con su lucha contra el viento, cesó en su empeño. Y el viento, revoltoso en su movimiento, se deslizaba por las letras, cómo tapiz en blanco, roto por el pasado, borrándolas y uniéndolas, hasta que al fin, como engendrante creador, obtuvo una palabra, Helmítaca. 

El águila bajó su vuelo, y con el fuego de sus alas, grabó el nombre de Helmítaca, sobre el escalón del templo.

Helena, por fin, se levantó, y al entrar, para ver el templo, quedó prendada, con una muerte paralizada, al ver aquellas estacas de oro cruzadas. Se volvió, hacia Zoë, y esbozando, una pequeña, sonrisa, le dijo. Acabó, por fin la guerra. Ya no habrán más muertes sobre mi conciencia. 

Zoë, se acercó, y le cubrió la cabeza, con el mismo pañuelo, que el viento utilizó para unir sus cuellos, la abrazó con toda la intensidad que pudo, y con la fuerza de un guerrero, le dio el beso, más bello, jamás tocado por sus labios. Los dos murieron. Y su leyenda fue contada por el viento. 

Y fue así, como Helmítaca, se convirtió, en un lugar de rezo.


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