La joven Elena miraba absorta al horizonte. Sus grandes ojos grises, sólo podían ver el azul del océano. Su piso estaba orientado hacia el mar. El balcón era lo suficientemente amplio, como para poder relajarse tumbada, leyendo en las frías tardes de invierno. Vivía sola, pero el apartamento refutaba esa libertad, que proporciona la calidez de una familia bien allegada ¡Demasiados trastos, tal vez! ¡pero, es que quiero tener presente tantos recuerdos cómo me sea posible! pensaba Elena, sugestionándose ella misma.
Efectivamente el apartamento era desde la entrada, hasta su habitación un esquema de su vida. Viajes, conciertos, huelgas estudiantiles, encuentros, títulos académicos... etc. Todas las noches Elena, mientras tomaba una taza de manzanilla con miel en su balcón, lanzaba una piedra al mar, haciendo recuento de todos aquellos huecos de pared que le quedaban por rellenar.
Todas las mañanas, camino al trabajo, recogía del suelo una pequeña piedra. Mientras iba caminando, hacía de la piedra, el más valioso compañero de viaje, y le contaba todo aquello de lo que se espera de un día. Por la noche, salía al balcón y la lanzaba al aire, cayendo al mar. La lanzaba con la rabia de un Tristán, con gesto de juicio ruinoso, por haber tenido que sentenciar unos minutos antes, el destino de aquél transitorio amuleto, que no le había ayudado en tan pretencioso empeño, de poder conseguir transformar su día vulgar, en un éxito.
Elena trabajaba en un hospital como psicóloga. Sólo hacía tres años que había terminado la carrera, pero su excelente expediente académico, hizo que enseguida le dieran un puesto de responsabilidad, ganándose el respeto de todos sus compañeros. Estaba rodeada de muerte, en el bailar de los pasos de sus pacientes. Elena se encargaba de proporcionar ayuda a aquellos enfermos terminales, que se encontraban solos. Aquellos que no tenían a nadie para hacerse cargos de ellos.
De todos aquellos pacientes, Elena le tomó especial cariño a una señora, que había estado aparentemente toda la vida sola. La señora se llamaba Lola. Era morena, menudita y delgaducha. De aspecto sufrido. Ésta había sido escritora en su juventud. Después consiguió una plaza de maestra en un pueblecito de Ávila. La señora tenía unos 69 años, pero por la precaria vida llevada, su cuerpo parecía no responder a la vitalidad mínima exigida, como para poder continuar con la vida. Nadie lograba encontrar el por qué. Elena, muchas noches en su balcón, pensaba en Lola, y en la posibilidad de poder todavía recuperarla, para buscarle un destino distinto al de una muerte inminente.
Lola era una persona afable, pero muy reservada. Un día le dio un paseo con la silla de ruedas, por el hospital. Al llegar a la sala de espera de la tercera planta, se encontraron con un paciente, cuya palidez y delgadez, hacían que su imagen se desdibujara con el reflejo de las cortinas de color camel.
Lola le preguntó a Elena por la enfermedad de ese chico. Elena se agachó y le dijo al oído, que ese chico, tenía SIDA. Lola no sabía lo que era el SIDA, así que Elena, no tuvo ,más remedio, que explicárselo. Para ello, se la llevó a otra sala, y le puso un vídeo sobre la enfermedad. Fue en ese momento, cuando Elena se dio cuenta de la clase de educación que había recibido Lola. Estricta sin duda, y de altos valores cristianos. Al terminar el vídeo Lola quedó agotada, y Elena tuvo que llevársela rápidamente a la habitación.
Al día siguiente, Lola no quiso comer. Su actitud cambió radicalmente. Elena no podía comprender lo que le estaba pasando a Lola. Ésta se volvió irascible y distante. Elena, se frustraba, porque ya no contaba con los recursos suficientes, cómo para poder ejercer algún tipo de influencia en Lola. Así que decidió llamar a una colega suya, Alicia. Alicia era una monja joven, con unas arraigadas ideologías de izquierdas. Una buena persona sin duda, con un alto compromiso con la sociedad. Elena la llamaba con cierto sarcasmo, Alícia, la monja comunista. A Alicia le hacía gracia tal apodo. Siempre estaba dispuesta a luchar por las causas perdidas. Elena y Alicia habían participado en numerosas manifestaciones, en su etapa estudiantil. Cada vez que se juntaban, hacían recuento de todas las manifestaciones en las que habían participado, presumiendo de forma orgullosa, de esa lucha incansable. La vocación de Alicia era indiscutible. No conoció persona que quisiera tanto a Dios como ella. Sin duda Alicia y Lola compartían ese mismo sentimiento.
Elena llamó a Alicia una tarde, con la excusa de enseñarle las fotos del viaje a Tetuan. Evidentemente, ya tenía una foto colgada en la pared, de ellas dos vestidas con unas chilabas, blancas y doradas. También le habló de Lola. A las dos horas, ya estaba Alicia, en su portón. Y a las tres horas, se estaban estrechando en un largo abrazo, dónde Alicia intentaba tranquilizar a Elena, haciéndole ver, que ya no debía preocuparse más de ese asunto, pues ahora era ella quién iba hacerse cargo de Lola, dada su convicción católica.
Una tarde, tras la muerte de un paciente, Elena salió corriendo del hospital, con tanta premura, que no se quitó ni el uniforme del hospital. No se detuvo ni un instante hasta llegar al balcón de su casa. Estando allí, introdujo su mano en el bolsillo, sacó una piedra, lanzándola al horizonte con la rabia, que guardamos en nuestros adentros durante mucho tiempo, por ser víctimas precisamente del timo de nuestro propio tiempo, sin percatarse que aún era de día, con tal suerte, que le fue a dar a la cabeza de una mujer, aparentemente mayor, que estaba buceando por esa misma zona. Al verle salir sangre de la cabeza, Elena se asustó, y sin pensárselo fue a socorrerla. Estando ya abajo, Elena observaba con cuidado los ademanes de aquella señora, para poder hacer, un cálculo mental de las probabilidades de una futura denuncia. A la señora, por cierto, no parecía importarle tal situación, pues al salir del agua, no abandonó, en ningún momento, cierta pose de modelo de alta costura. Elena también se percató, de que al bajar con tanta prisa, que se le habían olvidado llaves de su piso, y que por lo tanto, debía tener presente el llamar más tarde a un cerrajero.
La mujer escalabrada tenía unos 73 años de edad, y se llamaba Matilde. Claramente sus rasgos eran árabes. Tenía el pelo moreno y la tez bronceada. Llevaba en sus manos dos aletas y un tubo de bucear. Al encontrarse cara a cara con ella, Elena, se quedó paralizada, volviendo a pensar en todas las consecuencias que podía acarrearle aquel accidente. La mujer pareció darse cuenta, y extendió su brazo hacía ella, le abrió la mano, y le dio la piedra. Elena inmediatamente reaccionó al tocar la piedra ensangrentada, y la guardó en su bolsillo derecho, y sin mediar palabra, arrastró a Matilde a la parada de taxis más cercana. Pidió un taxi y las dos se subieron.
Ya estando dentro del taxi, Elena se presentó a Matilde. Y acto seguido se acercó al taxista, para decirle que le iba a compensar por dejarlas subir a su taxi, en esas condiciones tan precarias. Le dio la dirección del hospital donde ella trabajaba. La sangre no cesaba de brotar. La anciana tiritaba de frío porque estaba aún empapada. La mujer preguntó por su bolsa de baño, para poder coger una toalla, pero Elena, con las prisas, no se fijó en la bolsa de baño. No tardaron los asientos en humedecerse, con agua de mar y sangre, desprendiendo un olor a brisa de pesca mercante.
Matilde le explicó a Elena que era de Túnez. Le comentó que estaba viuda, y que tenía un hijo en Alemania, al que no veía, desde hacía unos ocho años. La pose de modelo de Matilde, se detuvo por un momento, al intentar recordar ésta el teléfono de su hijo. Después volvió a recobrar otra vez, ese mismo gesto de complacencia, que adquirió cuando extendió, por primera vez, su mano hacía Elena.
Al llegar al hospital, Elena buscó a Alicia, qué afortunadamente estaba tratando a Lola. Corrió hacia ella, y dándole un pequeño empujón a Lola, se fundió en un fuerte abrazo con Alicia, explicándole todo lo que había sucedido en esa tarde. La explicación fue tan acelerada que Alicia no lograba enlazar el principio con el fin. Hasta que al final Alicia decidió a bajar ella misma, y encontrar una explicación a toda esa madeja de palabras. Por un momento, Alicia miraba a Elena sorprendida, pensando, cómo esa niña tan asustadiza, a la cuál tenía delante, en ese mismo momento, y que se disponía a dar los datos de Matilde a una enfermera para su ingreso, podía ser una de las mejores psicólogas de España.
Alícia bajó a la puerta de urgencias, buscó el taxi, se acercó sacando dinero de su cartera, y pagó al taxista. Éste se fue refunfuñando, pues pensaba que la cantidad de dinero que iba a cobrar iba a ser mayor. Alicia cogió a Matilde del brazo, tranquilizándola. Matilde no dejó de preguntar por Elena. Alicia se percató enseguida de los aires distinguidos que envolvían a Matilde, y con una indicación ingenuamente severa, Alicia consiguió que Matilde se tumbara en una camilla. Cuando ya estaba tumbada, se dispuso a subirla a planta, para llevarla con la mayor discreción junto con Elena.
Elena estaba sentada en el hall esperando con impaciencia a Alicia. De repente se abrió el ascensor, y vio a Alicia y a Matilde, qué conversaban tranquilamente sobre el tiempo de la ciudad. Elena se acercó apresuradamente a Alicia, y le explicó la situación de Matilde. Alicia titubeó, y después, con un gesto de alegría contenida, le comentó a Elena que ordenara ingresar a Matilde en la misma habitación en la que estaba Lola. Elena, sin poder pensar, ordenó a la enfermera que le dieran a Matilde la habitación 512.
Elena exhausta se dirigió hacia Alicia, y le suplicó qué por favor, si había pensando bien en lo que se iba a proceder a hacer. Alicia sonriente, le pidió que confiara en los designios de Dios.- Es solamente intuición, Elena-, decía Alícia.- ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿qué no se lleven bien? Se supone que son enfermos terminales. Lola no está tan mal. No sé ni siquiera, cómo la han podido ingresar en esta planta. Déjalas un tiempo juntas, mujer ¡qué no va a pasar nada!-
Durante la primera semana, Lola y Matilde no mediaron palabra. Al pasar dos semana, Matilde, empezó a quejarse, una madrugada, de un dolor que le provenía del oído. Lola preocupada al ver, que ninguna enfermera venía a ayudar a Matilde, se levantó, y se acercó hacia ella, y sacó de su bolsillo una pastilla roja, que siempre llevaba para el dolor, poniéndola en la boca de Matilde. Las dos se quedaron mirándose fijamente. Fue entonces cuando Matilde cogió la mano de Lola, con una suavidad, que hizo enrojecer a ésta.
A la mañana siguiente, Lola y Matilde no cesaban de hacerse guiños. En uno de esos guiños, entró Alicia en la habitación, por lo que no tardó en percatarse de lo que estaba sucediendo. Alicia no quiso comentarle nada a Elena. Trató el tema con la mayor discreción, ayudando a Lola y Matilde a superar barreras.
Una vez, Lola le contó a Alicia, que siendo ella niña, su madre la sorprendió acariciando a su prima. Inmediatamente la madre la repudió, y a la edad de doce años, la internó en un colegio que había dentro de un convento, olvidándose de ella. Las únicas noticias que le llegaban de su madre, era gracias, a los sobres que todos los meses, la madre entregaba a las monjas, para sus cuidados.
La historia de Matilde fue diferente. Matilde provenía de una familia acomodada. Su vida era dichosa, y su matrimonio era prácticamente perfecto. Al cumplir ella cincuenta y nueve años, su felicidad se truncó, por la muerte de su marido. A partir de ese momento, Matilde murió también como mujer.
Alicia, tras conocer sus vidas, y para que pudieran seguir adelante con la nueva vida que les esperaba, intentaba hacerles asimilar, que debían tomar conciencia de que habían sido victimas, de lo que ella denominaba "la costra de la sociedad". Ellas mismas, al tomar una actitud pasiva ante la vida, estaban provocando su propia muerte. -¡La espera! ¡la famosa espera! Suspiraba Alicia. La espera a la nada. La espera ¿a qué? ¿esperar a qué un rostro se tape, se difumine, se cubra por la capa de parches de una sociedad cambiante, que expulsa a cualquiera que no tenga una capacidad rápida de adaptación a ella? Es la capa de la nada, la que os estaba cubriendo. Si hubieseis seguido con vuestra actitud anterior, hubierais desaparecido de esta sociedad, cómo si no hubieseis existido nunca ¿es qué no lo entendéis? - Así terminaba Alicia todas sus sesiones, dónde Lola y Matilde agachaban su cabeza, sin poder hacer objeción alguna.
Al mes de compartir habitación, ya fluía una conversación totalmente nítida y espontánea entre Lola y Matilde. Y a los dos meses sonó un primer beso. Y al tercer mes el enamoramiento. Al cuarto, el alta del hospital. Y al año, las dos se fueron a vivir juntas a Ávila, con la ayuda de Alicia. Las dos gozaron de una salud espléndida hasta su muerte. Vivieron juntas diecinueve años. A los ochenta y nueve años murió Lola, con una enorme sonrisa. Matilde duró un año más. El justo para arreglar papeles, y realizar unas cuantas gestiones, qué cómo bien decía ella, -"qué para irse al otro mundo, hace primero falta, cerrar las cuentas de éste."-
Elena jamás se enteró, de la relación que mantenían Lola y Matilde. No tuvo ni una sola sospecha. La primera vez que le entregaron un premio
a Elena, por su labor profesional, Alicia invitó a Lola y Matilde. Las tres no podían dejar de reír para sus adentros, cuando los colegas de profesión de Elena alababan con micrófono abierto, la gran audacia de ésta.
Pasaron los años y Alicia y Elena se distanciaron. Pero una tarde del verano de 2015, Elena llamó a Alicia, para que le ayudara a arreglar su piso de Santander. Elena se había casado con un compañero de trabajo, pero éste, había ascendido, por lo que estaba continuamente viajando, y Elena pasaba mucho tiempo sola. Alicia se alegró mucho de recibir su llamada. Inmediatamente se dispuso a ir. Tardó una hora en llegar. Al entrar al piso de Elena, se quedó desolada. No podía creer lo que estaba viendo. Medio piso estaba quemado. Se podía restaurar, claro está, pero la imagen era lamentable. Todos los recuerdos de Elena estaban rotos, y esparcidos por el suelo. Elena tan solo pudo recuperar una foto, que estrechaba con audaz fervor entre su pecho.
Alicia le preguntó que qué había pasado. Elena le respondió, -simplemente una revuelta estudiantil.- ¿Una revuelta estudiantil? exclamó Alicia. Sí, aseveró Elena. Ayer hubo una manifestación pacífica, en contra de la actual Ley de Educación, diez radicales sabotearon el acto, con cócteles molotov. Al pasar por aquí, lanzaron uno de esos cócteles hacia arriba, con tal fuerza, que llegó a entrar al salón de casa. Y mira ahora. Alicia empezó a reírse ¿Cuántas veces nos hemos manifestado tú y yo por la Educación? Muchas, respondió Elena. La siguiente carcajada de Alicia fue aún más sonora. -Elena-, dijo Alicia, -Dios castiga y no con palos, trae ¡anda! esa foto, y ya verás, vamos a dejar este piso, cómo nuevo.
Al ver la foto Alicia quedó inmóvil. Elena le preguntó que qué le pasaba, y ella respondió qué nada. -Lo sé desde hace quince años, Alicia-, dijo Elena, Alicia dejó caer la foto al suelo. En la foto estaban Lola y Matilde, compartiendo cama, en el patio trasero de su casa. Era una foto preciosa, de una delicadeza exquisita. -Mi marido la mandó hacer, hace tiempo. Claro está le dieron a él el ascenso, y no a mí-, dijo Elena riéndose. -Ese es tú premio Alicia.- Alicia abrazó a Elena, le dio un beso en la frente, y le volvió a decir, -el piso te quedará cómo nuevo, ya verás.-
Efectivamente el piso quedó cómo nuevo, otra vez. Pero, ahora, Elena sólo quiso poner un solo recuerdo en la pared, la foto de Lola y Matilde, cómo homenaje a Alicia, por toda una vida dedicación y esfuerzo a sus pacientes. - Este es tu premio Alicia- decía para si Elena, cada vez, que se disponía a limpiar la foto. -Tú eres el premio Alicia-
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