Sus piernas eran de un fino alambre. Fino como la espuma y hermoso como el coral. Desde una edad muy temprana dejó de andar, de caminar, convirtiéndose el camino de su vida, en algo inhóspito, salvaje, tenue y tenebroso. Pero ella se supo proteger. Siendo niña, su madre le regaló una concha. Elma la convirtió en su amuleto, depositando en él toda su fe y esperanza.
Las fuerzas de sus piernas, se transformaron en la templanza de su alma. Su lucha diaria, comenzaba desde el mismo instante, en el que dibuja en su cara una sonrisa, con la intención de pedir ayuda cada mañana, para poder así incorporarse de su cama.
El trayecto de su día día, era de corta distancia. De la cama, a la misma silla de la sala de su casa, de esa misma silla, a la cama. Pero en ningún momento, desdibujaba la sonrisa que había creado en las altas horas de la madrugada. Sus movimientos parecían crearse como por arte de magia, como si un mando manejado por la vida, le fuera cambiando de manera automatizada sus posturas.
La muerte la acechaba en cada descuido. Al ir al baño, al comer, al darse la vuelta en la cama, al asearse,... Todas estas acciones podían provocar en Elma un desencadenante de tal magnitud, que hacía que la vida de ella, en ocasiones, se convirtiera en una auténtica agonía. Elma no pudo tener hijos.
Elma se quería. No buscaba el cariño de los demás. No lo necesitaba. Pero no se conformaba. No se conformaba a morir. Luchaba y luchaba cada día por sobrevivir, incluso a los comentarios de mal gusto, que tenía que soportar dada su situación.
Se propuso vivir, y lo hizo con la mayor felicidad que le fue posible. Se iba alimentando con el calor de algún familiar. Y cómo si fuera el mejor de los banqueros, Elma lo guardaba a buen recaudo, y lo administraba como su bien más preciado.
Llegó un momento, a la edad de cincuenta años, en el que, su cuerpo se fundió con la silla, que habitualmente utilizaba para sentarse. Así que, cuando familiares, amigos o conocidos, entraban en la sala en la que ella estaba, eran incapaces de poder reconocer su presencia. Algunos preguntaban por ella, haciendo ademanes hacia la silla. Otros simplemente actuaban como si la silla no existiera. Pero nadie era capaz de verla. Cómo pez invisible, nadaba en la nada sustancia, del pecado de la dependencia. Simplemente, un día se levantó y dejó de existir.
La blancura de sus entrañas manchadas por las escaras, no hacían presagiar la grandeza de su aura, en la batalla de un ansía, por conquistar la atención de algún alma que estuviera en su sala. Elma, siempre estaba, aunque nadie se percatara.
Pero, en una tarde de Navidad, en la que todavía el frío, no había hecho acto de presencia. Recibieron ella y su marido, la visita de Lázaro. Lázaro era amigo de su marido. Éste al entrar a la sala, no pudo dejar de mirar su silla, y en un acto reflejo, se dispuso a sentarse encima de ella.
Elma se puso contentísima, cuando vio acercarse esas encantadoras posaderas hacía ella. Por fin iba a sentir el calor de un cuerpo sobre el suyo. Ya se le había olvidado el sentimiento que proporcionaba, la acaricia de otra persona. Alzó los brazos para poder acogerlo en sus regazos, la sonrisa angelical de su cara, se transformó en un gesto angosto, de deseo de placer. Pero justamente, cuando ese hombre dobló sus piernas para descender hacia ella, su marido lo levantó súbitamente, con la intención de llevarlo a la cocina, y enseñarle unos obsequios.
La resignación llamó otra vez a la esperanza de Elma, cuando vió alejarse por el pasillo aquel hombre, mientras el marido le hablaba con efusividad. Ella no podía dejar de imaginar a ese hombre, con un lazo en la cintura. Se preguntaba para así misma, que por qué no podía ser él su obsequio. Su asiento durante una conversación.
Así era Elma, un alma llena de vida. Una sonrisa, una silla, un ser encantador roto por una enfermedad. Pero la muerte, incesante enemiga, siempre iba tras ella. Había intentado burlarla muchas veces, como si su piel fuera hecha de un manto protegido por los dioses, hasta que un día no pudo esquivar su presencia. Se presentó a modo de disgusto. Ella tenía que morir, había llegado su hora, su epitafio ya estaba escrito: "El asiento de una familia". Aún así, luchó, hasta el último aliento, convirtiéndose en la fuerza del viento.