Se dibuja la expresión más conocida del actor.
Sale a escena con el corazón roto por su propia pasión.
No quiere hablar, no quiere gritar, no quiere correr, no quiere ver,
por un momento su cuerpo se convierte en algo inane.
Tan sólo quiere sentir el pensamiento de la joven, que se retuerce de placer
en el asiento del lado izquierdo. Nota su calor por un momento,
lo hace suyo. Hace volar su imaginación a tan burda idiotez, de
complacerla besándole los pies, sin tocarle, su más preciado refugio
oculto, tras el onírico bosque, de rameras y pulsionales princesas.
Siente su poder como una serpiente indolora, basta e ingenua, ante
la adversidad de ese verso, que no brota del pensamiento del actor,
cuando está en pleno ensueño, que repta para inducir a su víctima
al aplauso complaciente, ligero de vuelo, sin evento para su encuentro,
sin estruendo, sin sentido en el lago de los asientos.
¡Pobre serpiente! piensa mientras se escapa otra estrofa,
qué venera a la falsa amada, cada vez más domada por sus palabras.
¡Si supiera, esta bella dama, más joven que la primera luna de mis mañanas,
que esas dúctiles estrofas, son cantadas cada semana, para otra joven
desarmada en la esquina inferior, de sus piernas mal aprovechadas!
Es ahora cuando siente el cándido ambiente, de los alientos de sus
pacientes costaleros de poemas. que construyen el trono de la
complacencia, en una amanecer todavía incierto, en el devenir de parecer
envuelto en sueños.
Es ahora cuando no cesan las palabras, los gestos, los movimientos,
hasta llegar al más estúpido de los agotamientos. Su ser se deviene
entre personajes. que confunde, sin saber quién es él, en una locura
de frases, unidas al baile de su cuerpo, para hacer más real un guión,
que ya no parece pertenecer a su dueño.
Se para, hay elocuencia en su estampa de personaje sin capa, observa
a la misma joven, la elocuencia se pierde otra vez, en la imaginación
de verla a ella en el escenario junto a él. Pero las piernas de la dama,
son todavía demasiado pueriles, para cabalgar en las tinieblas de las
sombras de la primavera, entre sables y espadas.
Termina el guión, agacha la cabeza, esta vez, la serpiente no repta.
Culmina su poder, su mirada se dirige a la salvaguarda más cercana.
No tiemblan sus piernas, pero sí las canas de su melena, mientras camina
hacia las bambalinas, cuevas de esperanzas, en tierra de nadie, futuro de
los aplausos repetidos contenidos en el tiempo.
Sus ojos descansan, vuelve la ordinaria mirada, recuerda a la última amada.
Cierra la puerta, y se queda a solas con su alma, hasta la próxima semana,
para preparar la misma actuación, que finalizará con el adiós
de Don Ignacio Quirós, al candor de otra extraña joven, a la que ya
no volverá imaginar más en su constelación de actor, por convertirse
en vulgar, para el acierto divino, de un onírico poema fugaz, marcado
por el destino.
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