miércoles, 16 de agosto de 2017

EL VIENTO QUE NOS MECE. XII

A la Luz de un Candil



Clara está delirando. Mario, no está bien. Tienes que tener paciencia, tal vez, en dos o tres días... puede ser que recobre totalmente la consciencia. Gracias María. Ten paciencia Mario, Clara es fuerte y audaz.

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¡Izar velas! Estoy preocupado, este barco está acusando el peso que llevamos en la bodega. Tal vez, si quitáramos algo de peso. Rodrigo ya sabes...
-¡Piratas! ¡Piratas!- No puede ser Sebastián, no puede ser. Por favor, ¡no! Haz que tus hombres lleven este barco a su puerto, cómo acordamos. Ha parado el viento, mi Capitán. Gracias Manuel. Necesitamos más hombres en la cubierta. ¡Nos están alcanzando, mi Capitán!

El barco parecía un transeúnte ebrio a la orilla de un riachuelo. Todo pasó, en un instante. Rodrigo estaba sumido en la desesperación junto al palo mayor del barco. Sus ojos iban perdiendo el reflejo de la aventura que unas horas antes se podía apreciar en su mirada. Todo se torno, negro y oscuro, el calor se hizo insoportable. Tuvo que arrancarse con brusquedad el pañuelo de seda que le asomaba debajo del cuello de la camisa. Se paró a meditar cinco minutos, mientras tanto el Capitán Sebastián no cesaba de dar ordenes a su tripulación. Chillaba desconsoladamente, las imágenes se tornaban en movimientos ralentizados, distorsionados por el calor del sol. Veía acercarse cada vez más la bandera pirata.

-Todavía nos quedan un día para llegar a la bahía de Pensacola, Rodrigo. No sé si lo conseguiremos. Debemos liberar espacio. No entiendo lo que ocultas, pero tiene que ser algo importante, para no dejarme bajar a la bodega.- Nos están disparando, Capitán. Son piratas ingleses. -No me extraña, espero que no lleven la cabeza de Galvez.- Nos están disparando Rodrigo. No tardaran mucho en abordarnos. Es la muerte Rodrigo. -Lo sé, Sebastian.- Rodrigo empezó a sudar, mojando las comisuras de las mangas de su camisa, esbozando una pequeña sonrisa. Sebastian, este mundo no está hecho para patriotas, lo siento. Se escuchó otro disparo de cañón. 

!Capitán, Capitán! -Por favor qué pasa ahora. ¡Qué locura es ésta! No terminó de decir la frase cuando Rodrigo le clavó el puñal en el corazón. Sebastián se le quedó mirando fijamente, y sin mediar palabra cayó muerto al suelo. Rodrigo comenzó a gritar al resto de la tripulación. El barco pirata se acercaba más y más, por lo que ya se podía apreciar nítidamente las personas que iban en él. El barco estaba pintado de un color azul intenso. La tripulación iba vestida de una manera ridícula, con casacas que intentaban imitar el uniforme del ejército inglés. De repente, se escuchó un gran estruendo. El barco pirata se había acercado tanto al barco español, que no pudo virar lo suficiente como para evitar el choque entre ambos. El casco del barco español se vio afectado, por lo que empozó a introducirse agua en la bodega. Rodrigo asustado bajó rápidamente a ella. Al llegar a la puerta, se le cayeron dos veces las llaves. Sus manos temblaban, como las de un anciano a la puertas de una iglesia pidiendo limosna. Al final, pudo lograr templar sus nervios y abrir la puerta. 

¡Salir! ¡Salir! ! ¡He dicho que salgáis! ¡Rápido! De entre los bultos oscuros, empezaron a escucharse ruidos, chasquidos de madera. De repente, las sombras se tornaron en figuras humanas. Uno de ellos dijo: ¡Subimos arriba ya, Rodrigo! -Sí, sube ya.- Empezaron a subir una especie de espectros humanos. Conformen subían y se acercaban a la luz del sol, se les iban distinguiendo sus ropajes. Eran uniformes ingleses. Pareciérase que formaban parte todos ellos del mismo batallón de infantería. El Alferez todavía respiraba en el suelo cuando salió Rodrigo otra vez a cubierta. Su sangre le manchó sus zapatos. Rodrigo hizo un gesto de asco. El capitán del otro barco lo saludó, y gritó: ¡según lo previsto! Rodrigo sonrió. ¿Habéis conseguido el manuscrito de Mason? 
Peter sonrió.


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Lalyam, ¿estás preparada? Sí, podemos iniciar el viaje cuando tú quieras, Claudia. Mamá se te ha caído una de tus muñecas del bolsillo, dijo Horace. ¡Oh! ¡Claro! Gracias. Me quedé ensimismada en un pensamiento extraño. Mi mirada se tornó en una mirada angelical llena de ternura, que brillaba más que nunca. Cogí la muñeca del suelo, y le dí un beso en su mejilla de trapo. Al separar mis labios le hablé con voz de otro mundo, "Sonyansém Irum Tantumdes Izan Muré". Todos callaron de repente, se enmudecieron también los ruidos que provenían del exterior. Apenas podía respirar. Mi inquietud iba creciendo conforme pasaban los segundos y el sonido cada vez se volvía más mudo, hasta que al final Horace sacó una cerilla de su bolsillo y la encendió, utilizando para ello la pared del carruaje. La soplé dándole las gracias a mi hijo. ¿Qué has hecho Lalyam? estabas susurrando algo extraño. Claudia no te preocupes. Estaba rezándole a la Virgen de Guadalupe. ¡Lalyam, por favor! Algunas costumbres debes perderlas. No vuelvas hacer eso en público si no te importa. -Claro, Claudia, disculpa.

Mientras iba en el carruaje camino a Filadelfia, me quedé un momento dormida. Mis ojos cansados vislumbraron cartas y manuscritos que viajaban de un lado para otro. El destino de un manuscrito era el comienzo de una Ley plasmada en un libro gigantesco que yo tenía el deber de cerrar. Tantas historias que me contó mi padre de caballería, que al final sirvieron para que yo comprendiera el sentido y la norma de los que se llaman caballeros. Realmente, todavía no había palpado la naturaleza de esos gentiles hombres buscando la verdad y la justicia a través de sus escritos. En el fondo de mi ser los imaginaba reunidos en torno a una mesa organizando papeles mientras sus mentes suscitaban pensamientos tan brillantes como la luz del fuego a través de una ventana. Mi mente jugaba con sus personajes, tal vez, porque intuía lo que iba a pasar, lo que iba a suceder.

El camino se hizo largo. Paramos varias veces, para repostar y dormir. Patrick nos acompañó un pequeño trecho. Paramos en la casa de una vieja amiga de Claudia. Patrick debía partir esa misma noche. Al despedirnos, Patrick empezó a jugar con mis cabellos, besándome las puntas. Acariciaba mi pecho, de una forma inusual. Suavemente y con delicadeza. Ojos de enamorado algunas veces me parecía verle bajo sus cejas, aunque no lo tenía claro. Era de noche, y al mirar al horizonte la luna me pareció que transmitía una luz tenue distinta a lo habitual. Una luz de fuego, que alumbraba los cabellos de Patrick, dibujando en ellos la divinidad. ¡Qué luna más bonita! pensé yo en varias ocasiones. Patrick me cogió de la cintura y me subió girándome con él para darme un beso, fue un momento tan enternecedor, que por un momento pensé que sí deberían de ser aquellos los ojos de un enamorado, pero al completar su giro y soltarme otra vez al suelo, mi perspectiva cambió, por lo que pude vez con nitidez esa luz, que un instante antes  había causado tal delicia en mi mente, que parecía que me veía reflejada en mí a través del rostro de Patrick a la misma Selene. Era la luz de un enorme candil, colgado en la pared que había situado, que por atares del destino le faltaba una mano de pintura. Al mirarle otra vez a los ojos, ya no supe qué pensar.

Mi mente se llenó otra vez de pensamientos. Ahora me importaba el amor aunque fuera a través de la luz de un candil viejo, sucio y oxidado, nunca antes había querido sentirlo. Destreza con desdén con un poco de sentimiento loco, eso debía de ser en las horas de luna llena en la que la luz de la montaña de los deseos no te dejan ver el prado que se ocultaba bajo sus pies, para no dejarte descansar ni comer. Algo así, pensé yo que debía ser el amor debajo de esa luz de candil a punto de romperse por lo viejo y lo mal cuidados que estaban sus oxidados lados.






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