CLARA
Al irse Rodrigo, Clara se quedó invidente ante los hechos que le iban aconteciendo. Durante una semana parecía estar ciega al mundo. No sabía lo que tenía que hacer. Los primeros días se escondió en la habitación de Rodrigo. Se quedaba allí durante horas, tumbada sobre su cama. Algunas veces, se quedaba dormida sobre la ropa de él, por el agotamiento propio del llanto de una amante hija, que no podía dejar de amarlo.
Alarmados, el resto de criados llamaron a Carlos Espín, una especie de albacea que tenía Rodrigo a su cargo. Aquél tenía la obligación de cuidar de ella por órdenes de éste. Se comprometió con Rodrigo a pasarle a Clara una especie de minuta durante su ausencia, para que ésta pudiera llevar a cabo sin ningún tipo de problema el mantenimiento de la Hacienda. Carlos junto con los capataces de la Hacienda se hizo cargo de los negocios de Rodrigo y de las cosechas.
Carlos intentó verla en varias ocasiones, pero ella no quiso. Ella no le abrió nunca la puerta, siempre le hablaba a través de ella, y le decía que se fuera, que no se preocupara, qué ella sabía cuidarse de sí misma, y que pronto todo cambiaría. Clara temía a la ambición de Carlos. Carlos se apiadó de ella. ¡Pobre necia! le decía. El mundo de la codicia donde se desenvuelve Rodrigo, caerá enseguida sobre ella, cómo red que pesca a su pez. Clara conocía bien a Carlos, sabía que era un sagaz español en busca de su propia fortuna, pero que por ahora le había tocado vivir bajo la sombra de Rodrigo. Tarde o temprano pensaba Carlos, Rodrigo caería ante él abatido por su orgullo, ante sus propias trampas, y ahí estaría él para verlo, para poder abalanzarse sobre los negocios que aquél dejaría pendientes, siendo por fin él, el nuevo gobernador de Campeche.
Al principio, al ver la actitud de Clara, todos los esclavos se asustaron, creyendo que la Hacienda estaba perdida. Pero a las dos semanas, antes de que soplaran los primeros vientos del otoño, Clara se sobrepuso, como si se hubiera obrado un milagro. Salió de la habitación de Rodrigo cerrando la puerta con llave. Llamó a Juan inmediatamente, un esclavo de la finca, y le dio la llave. Guárdala hasta que llegue el Señor Rodrigo. Bajo ningún pretexto me la devuelvas. Esta llave solamente debe ser entregada al Señor Rodrigo, ¿entiendes?. Juan entendió claramente las intenciones de Clara. Éste era otro esclavo de la confianza de Rodrigo. Tenía 15 años. Rodrigo lo compró cuando él tenía tan sólo tres años. Contaba sólo con un mes de vida cuando lo abandonaron bajo la sombra de un melojo, hecho que le marcaría para el resto de su vida, pues parecía que siempre iba buscando esa misma sombra bajo las huellas de Rodrigo. No hablaba con nadie, tan sólo con él. La llave estaba en buen recaudo, y Clara lo sabía.
Pasaron tres meses, y Clara, no tenía noticias de Rodrigo. Tampoco sabía nada de Mario. En su soledad de mujer, a Clara se le iba marcando la cara. Las ojeras y la piel opaca, no tardaron en aparecer. Su sonrisa se volvió fría y sin vida. Su vida se volvió triste, sin el aliento del animal que te debe ir comiendo. Pero Clara era fuerte, y cada madrugada, se lavaba su larga melena, para limpiar sus penas, y con ese olor agradable de limpieza recibía a la mañana. Y en las noches de más soledad, se acariciaba a si misma el cuello y los brazos hasta caer agotada, recreando en su piel las manos de Rodrigo, buscando aquel placer, que nunca había llegado a conocer, y que por ahora, tampoco sabía reconocer. Padre y amante, a ella le daba lo mismo. Sólo quería verse tumbada junto a él, pues su mente sólo era capaz de reconocer las caricias de Rodrigo en la intimidad, por lo que sus anhelos no podían ir más allá. Clara en la crueldad de su desesperación aguantaba fielmente a la esperanza, de volver a sentir la alegría de su vida pasada.
Porque la soledad de un hombre no es lo mismo que la soledad de una mujer. El único recurso con el que contaba Clara era con su fortaleza, pues casi todos los divertimientos mortales le estaban prohibidos. Un hombre dada su libertad moral podía ir a un más allá, que ella nunca iba a poder lograr. En casa, encerrada, a la espera de la tan ansiada noticia o visita. Organizar la casa le era fácil. Sólo estaban ella y las criadas. De los esclavos se ocupaba Carlos. Sólo le permitían salir de casa para ir a una pequeña ermita que había en la propia Hacienda. Tampoco ella mostraba interés alguno por salir. Sabía que pronto cambiaría todo.
Un esclavo, el más rebelde, al enterarse de que Clara estaba sola, intentó forzar la puerta de la casa una mañana de domingo aprovechando que todos estaban en misa. Clara siempre salía la última, para asegurarse de que se cerraban todas las puertas, pues era ella la única persona que tenía las llaves de la Hacienda. La esperó en el zaguán semidesnudo y la atacó, pero la rápida intervención de Juan hizo que todo quedara en un experiencia desagradable. Forcejearon hasta tal punto, que sus movimientos asemejaban a los de dos coyotes salvajes arrancándose la piel a mordiscos mutuamente. La fortaleza de Juan era evidente, por lo que en uno de sus mordiscos le arrancó un trozo de brazo al esclavo, dejándole una herida tan profunda que no olvidaría en su vida. Carlos al enterarse del suceso se presentó inmediatamente y ordenó azotar al esclavo cien veces delante de todos.
Una noche de fría tormenta, de relámpagos rotos que hacían las delicias de los asombros de los esclavos, por asemejarse a la belleza que proporciona en el cielo la luz de los fuegos artificiales, llamaron a la puerta. Tres golpes secos como los grazñidos de un cuervo, marcaron una sentencia.
Las criadas de la casa se asustaron. Clara les dijo que se quedaran en sus habitaciones. Las manos le temblaban, por lo que intentaba sujetárselas ella misma. ¡Abre y no tengas miedo! ¡abre, te lo pido por favor! ¿Quién eres? ¡Abre! pero ¿quién eres? Soy Mario, abre. Clara se quedó estupefacta, por fin, Mario, había vuelto. Su corazón palpitaba tan fuerte, que ensombrecía el ruido del tic-tac del enorme reloj de pie que había a la derecha del recibidor. Rodrigo lo puso allí porque tenía la imprudente manía de mirar la hora cada vez que entraba y salía de la casa.
Clara abrió la puerta cómo gacela que por primera vez se pone en pie. Lo miro a los ojos, y Mario, sin poder evitarlo, se dirigió hacia ella con los brazos extendidos para después abrazarla con tanta fuerza, que le impedía a Clara respirar. Durante un instante Clara creyó morir otra vez, por lo que hizo el ademán de separarse. Sigues tan linda como siempre, pero tus mejillas parecen marchitas. Mario volvió a acercarse a ella y le dio un beso noble en la mejilla izquierda, acariciando con su mano la otra mejilla.
Mario sacó del bolsillo una especie de mapa. Estaba muy emocionado. Tenemos que ir al norte lejano. Rodrigo está en Pensacola, por lo que se ve los Estados Confederados están interesados en Florida. Quieren quitársela a España definitivamente. ¡Pero México vive Clara¡ vive prácticamente sin la ayuda de España. Mario, hablas cómo si ya México fuera un país distinto a España. Clara, México es ya distinto a España. Para lo único que sirve ésta es para robarnos nuestro oro, nuestros recursos, para poder pagar sus caóticas guerras. Los ingleses tienen un pacto oculto con Francia, y están jugando con España, y mientras tanto los Estados Confederados, se están haciendo fuertes, porque éstos sí que han aprendido de las malas políticas del viejo continente. Se creen que porque nos hayan conquistado vamos a ser como ellos. ¡No! ¡eso sí que no! están equivocados. Sus viejas políticas nunca van a funcionar aquí, porque nuestra sangre es diferente, y no se dan cuenta, de que ellos ya han bebido de ella, al estar bañada esta tierra por nuestra sangre debido a sus matanzas. Enseguida habrá una revuelta. He estado hablando con el padre Hidalgo, y nos apoya. Los gobernantes de Guadalajara, Valladolid, San Luis Potosí, Zacatecas, están enfrentados entre sí, por lo que pronto reinará el caos. Los ingleses están introduciendo su algodón, sus telas, aquí en México para poder comercializar con ellas. La ciudad de Puebla se está viendo resentida. México muere si no nos quitamos el lastre de la Vieja España. Clara, tienes que acompañarme ahora mismo. Pero Mario está lloviendo. Da lo mismo tienes que acompañarme. No preguntes y hazlo. De acuerdo Mario, avisaré a las demás criadas inmediatamente.
Clara dejó ordenes a las criadas de la casa y dispuso a Juan para que avisara a Carlos de que ella se iba a ausentar unos días. Cogió víveres para el camino mientras Mario fue a preparar el caballo de Rodrigo para el viaje, y en tan solo una hora ya estaban partiendo hacia las colinas. Llovía y la humedad de la noche recalaba en sus huesos. Sus pies estaban enlodados. La dureza del viaje debido a la lluvia hizo que Clara cayera enferma. La fiebre no tardó en aparecer. Aún así continuaron el viaje. La travesía duró tres días, hasta llegar a las colinas altas. Una vez allí aparecieron una especie de horda indígenas que habían escapado de la justicia. Clara cayó del caballo y se quedó tumbada en el suelo. María, una antigua esclava de Rodrigo, a la que todos daban por muerta, fue corriendo a socorrerla. Al día siguiente, Clara pudo abrir los ojos, la niebla invadía sus retinas, pero pudo escuchar cómo la voz dulce de una niña le decía, Clara ¿te encuentras mejor? No te preocupes que yo te voy a cuidar. De repente sintió los labios de la niña en su frente. La besaba una y otra vez, mientras le decía a Clara llorando ¡quiero que me lleves con mi mamá!. A lo que respondió Clara, claro que sí, Lucía, pero no llores más.
Clara se dio cuenta de que la vida y la muerte son la misma cosa en el pico de un cuervo insano, que por volver a ser sano como carne de ojos humanos, para poder ver la esencia de la ternura de una dicha, que está encerrada por su propia tumba, a la que él tendrá que acceder para poder liberarla de tan sosiego desenlace de vida y muerte en la resurrección de su propia carne, y de su propia mente.
¡Lucía no llores más, por favor!